Con el primer rayo de luz apenas rasgando la oscuridad de la madrugada, Andreina y Albeiro se deslizaron sigilosamente fuera de la humilde morada.
Las mochilas, cargadas con lo esencial para la incierta travesía, se ajustaban a sus hombros, y la adrenalina, una mezcla de nerviosismo y expectación, corría como un río impetuoso por sus venas.
Sabían, con una certeza que helaba y a la vez quemaba, que el destino que les aguardaba no era una aventura cualquiera. Era una que podría cambiar el rumbo de sus vidas o reclamarlas para siempre.
Zafira, una silueta esbelta bajo el manto gris del amanecer, los esperaba en el sendero que serpenteaba hacia la impenetrable selva.
Una gran sonrisa, casi deslumbrante, iluminaba su rostro. Su expresión era de puro triunfo, como si el simple hecho de que Andreina y Albeiro se hubieran atrevido a salir fuera una victoria personal, una que saboreaba con deleite.
—¡Por fin! Creí que no saldrían nunca —dijo Zafira, su voz teñida de una impaciencia apenas contenida.
Sus ojos, dos ascuas brillantes, relucían con una emoción que Andreina no terminaba de descifrar; había algo en ellos que la inquietaba, una chispa que rozaba lo malicioso.
—No podíamos arriesgarnos a ser descubiertos por mis padres —respondió Albeiro, su voz un susurro prudente.
Intercambió una mirada cómplice con su hermana, un pacto silencioso de apoyo mutuo. Andreina, sin embargo, sentía un nudo frío y pesado en el estómago, un presagio que se negaba a disiparse.
Las advertencias de las guardianas sobre una antigua serpiente, una criatura de leyenda y terror, resonaban en su mente como un eco ominoso. La idea de adentrarse en las temidas Montañas Prohibidas la llenaba de un recelo que le oprimía el pecho, casi impidiéndole respirar.
Mientras los hermanos conversaban en voz baja, compartiendo sus últimas aprensiones y esperanzas, la sonrisa de Zafira se tensó ligeramente, una fina línea de desagrado al ver la cercanía y la íntima conexión entre ellos. La complicidad mutua, esa inquebrantable unión de gemelos, la molestaba profundamente, como una espina clavada en su vanidad.
—¿Y de qué tanto secreto hablan? —interrumpió Zafira, interponiéndose bruscamente entre ellos con una sonrisa forzada que no llegaba a sus ojos—. Andreina, ¿ya superaste tus miedos? Porque según lo que me dijiste, hay una serpiente legendaria que está en esas montañas, ¿no es así?
Andreina suspiró, un aliento pesado que apenas liberó la picazón de los celos evidentes de Zafira. La tensión entre ellas era casi tan densa como la humedad de la selva.
—No es que tenga miedo, Zafira, es solo que las guardianas hablaron de peligros… y de una serpiente que guarda el lugar.
—Tonterías —replicó Zafira, restándole importancia con un despectivo gesto de la mano, como si espantara una mosca molesta—. Son solo cuentos para niños. Lo importante es encontrar el mapa. Y yo sé cómo llegar.
Continuaron su camino hacia el corazón de la selva, el canto exótico de las aves llenando el aire, un contraste vibrante con la creciente tensión entre los tres.
Cada paso los llevaba más profundo en un laberinto verde y húmedo. Al llegar a la base de las Montañas Prohibidas, una imponente mole de roca oscura se alzó ante ellos, y un gran bloque de piedra, erosionado por el tiempo, llamó poderosamente su atención.
Grabadas en su superficie, con caracteres antiguos y solemnes, unas palabras de advertencia se revelaron bajo la luz incipiente: "Cuidado, él manipula al corazón más noble hasta hacerlo pecar, los peligros y la muerte están dentro de este lugar."
—Vaya, parece que no soy la única con precauciones —murmuró Andreina, su voz apenas un susurro. Miró la inscripción con una mezcla de inquietud y una extraña, casi desafiante, determinación. El mensaje resonaba con sus propios temores, pero también encendía una chispa de rebeldía en su interior.
—Solo son historias para asustar a los débiles —dijo Zafira, volteando sus ojos con desdén hacia la advertencia. Pero en ese instante, Albeiro captó un destello fugaz en la mirada de Zafira, algo que jamás había visto antes: una sombra de reconocimiento, que rápidamente enmascaró con una mueca.
Albeiro, sintiendo la incomodidad palpable y el aire cargado de presagios, intentó aligerar el ambiente, su voz buscando unir lo que parecía fragmentarse.
—Sea lo que sea, estamos juntos en esto. No hay vuelta atrás.
Los tres se miraron, sus rostros reflejando una mezcla de recelo, expectación y una innegable dosis de valentía. Sabían que estaban a punto de cruzar un umbral, de entrar en un mundo inexplorado, lleno de misterios ancestrales y peligros latentes.
La aventura los llamaba con una fuerza ineludible, y ahora, realmente, no había vuelta atrás.
Zafira, con una seguridad que Andreina encontraba cada vez más sospechosa y forzada, tomó la delantera.
El sendero, apenas una marca entre la vegetación, se adentraba en la penumbra de la selva, engulléndolos. Pronto, la luz del día fue solo un recuerdo lejano, un hilo plateado que se desvanecía.
Las linternas se convirtieron en sus únicas guías, proyectando haces de luz temblorosos y danzarines sobre la poca vegetación y las rocas húmedas, creando sombras fantasmales que parecían moverse con cada paso.
El aire se volvió denso, pesado, cargado de olores a tierra mojada, a musgo antiguo y a algo más, algo primitivo y desconocido que erizaba la piel.
Mientras avanzaban por un estrecho pasadizo natural, flanqueado por paredes rocosas que goteaban humedad, Albeiro se detuvo un instante, fascinado. Las formaciones rocosas, salpicadas de cristales minerales, brillaban con un fulgor etéreo a la luz de su linterna. Parecían gemas incrustadas en la piedra, creando un efecto hipnótico que lo absorbía.
En ese preciso momento de distracción, Zafira, con una mirada furtiva hacia Albeiro y una sonrisa maliciosa que Andreina, a pesar de la penumbra, alcanzó a percibir por el rabillo del ojo, actuó. Con un movimiento rápido y deliberado, empujó a Andreina con fuerza.