El lobo y las serpientes

Capítulo 7: El Abismo de la Confrontación.

El eco de la desesperación de Albeiro aún flotaba en el aire cuando un rugido estremecedor, gutural y salvaje, rompió el silencio de la cueva.

De repente, una figura imponente y veloz, un borrón blanco de furia contenida, se abalanzó sobre ellos. Andreina, transformada en su loba, un ser de pelaje níveo y ojos rojos que ardían con determinación.

Con una agilidad sorprendente, como si volara, se lanzó directamente sobre Zafira, quien se quedó paralizada por la sorpresa y el miedo, sin tiempo para reaccionar.

El impacto fue tal que ambas cayeron de nuevo en el mismo agujero oscuro del que Andreina había sido empujada, desdibujándose en la penumbra.

—¡Zafira! ¡Andreina! ¡Dejen de pelear! —gritó Albeiro desde la boca del agujero, su voz teñida de pánico y resonando en el abismo—. ¡Busquen la manera de subir!

Abajo, en la oscuridad húmeda y sofocante, la batalla era feroz. Zafira, en su forma de serpiente, se retorcía y siseaba con rabia, intentando desesperadamente esquivar las embestidas de la loba, cuyo pelaje brillaba con una fuerza sobrenatural incluso en la penumbra.

La serpiente lanzaba mordiscos al aire, sus colmillos venenosos chasqueando, tratando de mantener a raya a su agresora, mientras la loba respondía con ferocidad, sus ojos rojos fijos en su presa, cada gruñido una promesa de venganza.

—¡Quítate de encima, bestia! —siseó Zafira, su cuerpo escamado tensándose, el miedo y la furia mezclándose en su voz.

La loba, ajena a las palabras, solo gruñía, decidida a no dejarla escapar. La pelea se volvía cada vez más desesperada en la estrechez del agujero, el aire cargado con el olor a tierra mojada y la tensión de la confrontación.

Mientras tanto, Albeiro, impotente desde arriba, no dejaba de clamarles que encontraran una salida, su voz teñida de una angustia creciente.

En medio del fragor de la batalla entre la loba y la serpiente, un sonido inusual rompió la tensión.

Un suave tintineo, como de pequeñas piedras chocando o joyas moviéndose, provenía del fondo del mismo hoyo. Ambas detuvieron su lucha instintivamente, los sentidos de Andreina, ahora agudizados por el peligro inminente, se enfocaron en el nuevo sonido.

Ella giró la cabeza, buscando la fuente entre las paredes húmedas y oscuras de la caverna. Su vista de lobo intentaba penetrar la penumbra, descifrar la procedencia del misterioso sonido.

Entre las grietas de la roca, una criatura comenzó a hacerse visible, deslizándose con una elegancia hipnótica. No era tan grande como habían temido, pero sus colores eran de una magnificencia deslumbrante: escamas iridiscentes que brillaban con tonos esmeralda, zafiro y oro, un verdadero arcoíris reptante en la oscuridad. Era una serpiente, hermosa y peligrosamente majestuosa.

Andreina, al verla, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su instinto le gritaba, con una urgencia primigenia, que esa criatura era la misma de la que las ancianas de la isla le habían advertido, la guardiana ancestral de esas profundidades.

—Albeiro —llamó, su voz temblando ligeramente, el miedo ahora palpable—. ¡Busca ayuda! ¡Hay una serpiente y nos está cazando!

Albeiro, que observaba todo desde la boca del hoyo, sintió la urgencia en la voz de su hermana, una llamada que no podía ignorar. No quería dejarla sola, pero la insistencia de Andreina y su mirada temerosa, llena de una advertencia silenciosa, lo convencieron.

—Aguanta, Andreina. Volveré lo más rápido que pueda —dijo Albeiro, su voz llena de preocupación y determinación.

Sin perder un instante, Albeiro se concentró y, con un destello de energía azulada, se teletransportó de vuelta a su hogar.

Al llegar, el sol ya bañaba el paisaje con una luz dorada, pintando el campo con tonos cálidos. Pero para Albeiro, la oscuridad helada de la cueva aún lo envolvía, el miedo por su hermana pesando en su pecho. Casi sin aliento, gritó.

—¡Madre! ¡Padre!

Sus padres salieron de la casa, sorprendidos por la desesperación en la voz de su hijo, sus rostros reflejando la alarma ante su repentina y angustiada aparición.

—¡Andreina está en problemas! ¡Necesito su ayuda! —exclamó Albeiro, sin poder controlar su agitación, el pánico teñiendo cada palabra que salía de su boca.

Sus padres, al oírlo, no dudaron un instante. Sin saber exactamente dónde se encontraba su hija en peligro, ni la magnitud de la amenaza, siguieron a su hijo, quien corría desesperado de regreso hacia la selva, como si la vida de Andreina dependiera de cada zancada.

Al divisar las imponentes Montañas Prohibidas a lo lejos, sus cumbres envueltas en una niebla mística, Arturo, su padre, lo detuvo con una mano firme en el hombro.

—Albeiro, ¿qué hacían ustedes en esa montaña? ¿Por qué entraron? —preguntó, la preocupación tiñendo su voz, pero también una nota de severidad ante el peligro evidente.

Pero Albeiro, con la urgencia apremiándolo y la imagen de Andreina en el hoyo grabada en su mente, apenas lo escuchó.

—Tenemos que darnos prisa, ¡algo las tiene atrapadas! —gritó, reanudando su carrera, el corazón latiéndole a mil por hora.

—¿Atrapadas? ¿Cómo así? —preguntó su madre, Esmeralda, mientras intentaba seguir el paso apresurado de su hijo, su rostro pálido por la angustia.

—Junto a Andreina está Zafira —respondió Albeiro, su voz cargada de angustia y un atisbo de un miedo más profundo—. Pero vimos algo, y tuve que salir de ahí a buscar ayuda.

Sus padres intercambiaron una mirada de profunda molestia y preocupación, una comprensión tácita de que la situación era mucho más grave de lo que Albeiro podía articular.

Sin más preámbulos, y con una determinación férrea, siguieron a Albeiro hacia la entrada de la cueva, un oscuro portal que parecía tragar la luz del día.

Caminaron con cautela, adentrándose cada vez más en la oscuridad húmeda y fría, el silencio solo roto por el eco de sus pasos, hasta llegar al fondo donde se encontraba el profundo agujero. Observaron el abismo con inquietud, una boca negra que prometía peligros inimaginables.




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