Esmeralda, con la misma fuerza y valentía, usó su poder. De sus manos salió una luz que alumbró la cueva, un faro de esperanza en la oscuridad. Y sin dudarlo, ambos, el lobo y la hechicera, se lanzaron al profundo agujero en busca de su hija, sin saber qué peligros les aguardaban en las profundidades de aquel lugar, pero con la certeza de que harían lo que fuera para traerla de vuelta.
El aire se volvió denso y frío a medida que descendían. Cada paso de Arturo y Esmeralda resonaba en el silencio sepulcral de la cueva, un eco que multiplicaba el latido acelerado de sus corazones.
La oscuridad era casi total, solo rota por la tenue luz mágica de Esmeralda, que danzaba sobre las húmedas paredes de roca. Avanzaban con cautela, los sentidos alerta, temiendo cualquier trampa o criatura oculta en las sombras. El silencio era su única arma, esperando no alertar a quienquiera que habitara aquel abismo.
De pronto, un brillo anaranjado rompió la penumbra. Al fondo de la caverna, una luz parpadeaba como una hoguera. La sorpresa se dibujó en sus rostros. Al acercarse, la luz se hizo más intensa, revelando una amplia cámara natural. Pero no era el fuego lo que los asombró, sino la figura que los esperaba.
Un hombre alto, de piel morena y cabello largo y enroscado que le caía hasta la espalda, los recibió con una sonrisa enigmática y un aplauso lento y burlón. Sus brazos estaban cubiertos de intrincados tatuajes que parecían moverse con cada gesto.
Arturo y Esmeralda se quedaron helados. Jamás, en los quince años que llevaban explorando la isla, habían visto a un ser como él. A su lado, Andreina yacía en el suelo, atada y amordazada, con los ojos llenos de miedo. Del otro lado, Zafira los observaba con una risa contenida, su mirada llena de malicia.
—¿Quién eres? —preguntó Esmeralda, su voz firme a pesar del nudo en su estómago.
—¡Suelta a mi hija! —rugió Arturo, dando un paso adelante, transformándose en humano a medias, sus ojos brillando con una furia lupina.
El hombre levantó una mano, deteniéndolos con un gesto.
—Pero veo que falta alguien —interrumpió el hombre, su voz profunda y resonante—. ¿Dónde está el pequeño Albeiro?
Un escalofrío recorrió a Esmeralda.
—¿Para qué quieres a mi hijo también? Suelta a mi niña y nos vamos. Te dejamos en paz.
El hombre, que se presentó como Jairo, sonrió. Sin darles tiempo a reaccionar, empezó a conjurar. Sus ojos se fijaron en Esmeralda, Arturo y Andreina, atrapándolos en una mirada hipnótica. Un torbellino de energía los envolvió.
—Desde hoy harán lo que les diga Zafira y mi persona —sentenció Jairo, su voz penetrando hasta lo más profundo de sus mentes—. No pondrán ninguna excusa, no querrán averiguar nada. Simplemente a todo lo que ella diga, le dirán sí. Y cada vez que escuchen un susurro en su mente, aceptarán lo que el susurro les diga. Ese susurro seré yo.
Como autómatas, Esmeralda, Arturo y Andreina repitieron al unísono, con los ojos vidriosos y sin vida: —Sí, señor.
Zafira soltó una carcajada estridente, disfrutando de su victoria.
—Síganme por este lado, está la salida —dijo Jairo, señalando un pasadizo oscuro—. Pero antes de salir, necesito que me liberen de este encierro. ¿Aceptan que quede libre de mis errores del pasado para comenzar una nueva vida lejos de estas tierras, de estas cuevas donde fui castigado por la líder de las serpientes? Digan sí.
Los tres, bajo el influjo del hechizo, asintieron de inmediato. Era como si estuvieran en un sueño profundo, sus cuerpos moviéndose y sus voces respondiendo sin voluntad propia.
—Al salir de la cueva quedaré libre para siempre —continuó Jairo—. Ustedes olvidarán por completo todo lo que hemos hablado en este lugar. No se acordarán de que me conocieron. Solo recordarán que encontraron a su hija desmayada al lado de Zafira, quien la ayudaba con sus heridas, aunque superficiales. Ella la ayudó y sacaron a ambas de este lugar. ¿Aceptan? Digan sí.
Una vez más, los tres respondieron con un monótono "sí". Jairo sonrió con satisfacción.
—¡Despierten! —ordenó.
En un instante, Esmeralda, Arturo y Andreina parpadearon, la neblina de la hipnosis disipándose de sus mentes. Se miraron confundidos. Detrás de ellos, Jairo, el hombre serpiente, se transformó en una criatura reptiliana y se deslizó sigilosamente entre los arbustos, desapareciendo antes de que pudieran percatarse de su presencia.
El aire fresco de la superficie golpeó sus rostros, un alivio tras la humedad sofocante de la cueva. Esmeralda y Arturo parpadearon, la luz del día les pareció cegadora. Andreina, aún algo aturdida, se incorporó con dificultad. Fue Zafira quien rompió el silencio, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—¡Señor y señora, muchas gracias por habernos sacado de esa cueva! Ambas caímos por la humedad. Gracias por conseguir la salida —dijo Zafira, su voz melosa, mientras se acercaba a ellos con un aire de falsa gratitud.
Andreina frunció el ceño, intentando ordenar sus pensamientos. El vacío en su mente era un pozo oscuro.
—¿Pero qué sucedió? No recuerdo absolutamente nada. Dime, ¿cómo nos caímos? ¿Cómo salimos de la cueva y cómo mis padres llegaron hasta nosotras?
Esmeralda miró a su alrededor, la salida de la cueva, un oscuro portal en la roca, parecía observarlos.
—Es como si la cueva nos hubiera borrado una parte de nuestra memoria —murmuró, su mano rozando la fría piedra de la entrada. Una extraña sensación la invadió—. En este lugar se siente la magia... una magia oscura.
Arturo asintió, su rostro contraído en un gesto de inquietud.
—Es verdad. Siento como si alguien hubiera borrado todos mis pensamientos dentro de la cueva. —Una sonrisa nerviosa, casi un tic, apareció en su rostro, un reflejo de su confusión.
Zafira, con una expresión de preocupación forzada, se apresuró a intervenir.
—Señora Esmeralda y señor Arturo, no se preocupen. Lo que les acabo de decir es lo que sucedió. Ustedes entraron a la cueva en busca de su hija y nos encontraron a ambas. Andreina estaba herida, ¿no se acuerdan que le limpié sus heridas? Ustedes nos ayudaron a ambas a encontrar la salida.