El aire de la isla, antes un abrazo familiar y reconfortante, ahora se sentía pesado y tenso, cargado de un misterio que Albeiro no lograba descifrar.
Las palabras de su madre resonaban en su mente, grabadas a fuego: "Si en tres meses no vuelven, iré por ustedes". Una promesa que, si bien nacía de un aparente amor, escondía la sombra de una coacción, un ultimátum disfrazado.
Andreina, ajena a las cavilaciones sombrías de su hermano, se movía con una energía febril, empacando a toda prisa lo esencial. El mapa, ese pergamino antiguo y enigmático, yacía desplegado sobre la mesa, sus líneas y símbolos pareciendo cobrar vida bajo la luz trémula.
—¿Estás realmente segura de esto, Andreina? —preguntó Albeiro, observando la ebullición de excitación en los ojos de su hermana, un entusiasmo que contrastaba dolorosamente con la extraña y forzada calma de sus padres.
—¡Claro que sí, Albeiro! —respondió ella, con una sonrisa radiante que desafiaba cualquier duda—. ¡Es la aventura de nuestras vidas! ¡Por fin encontraremos a nuestra familia!
Albeiro asintió, aunque una inquietud persistente le revoloteaba en el estómago como un pájaro atrapado. La facilidad sospechosa con la que Esmeralda y Arturo habían cedido, el recuerdo fugaz de la voz ajena en la mente de su madre, todo era un rompecabezas cuyas piezas se negaban a encajar.
—Vamos, Albeiro, el barco nos espera —apremió Andreina, tomando su mochila.
Guiados por las indicaciones de Esmeralda, se dirigieron hacia el este. El camino serpenteaba entre la densa vegetación, el aroma a salitre y tierra húmeda llenando el aire. Finalmente, llegaron a la entrada de una caverna, cuya boca se abría como una fauce oscura en la ladera del acantilado.
—Aquí es —indicó Esmeralda, su voz teñida de una melancolía profunda que Albeiro no pudo ignorar—. El bote está adentro.
La cueva era un lugar sombrío y húmedo. El eco de sus pasos resonaba en las paredes rocosas, adornadas con formaciones calcáreas que parecían esculturas grotescas.
En el fondo, iluminado por un tenue rayo de luz que se filtraba por una grieta en el techo, descansaba la embarcación. Era un bote de madera, robusto pero desgastado, que claramente había visto mejores tiempos. Las tablas mostraban signos de uso y el casco estaba cubierto por una fina capa de polvo. Parecía haber estado allí por mucho tiempo, olvidado, pero esperando.
—Wow, es… más grande de lo que imaginaba —comentó Andreina, con los ojos brillando de una emoción genuina.
Esmeralda se acercó al bote, acariciando la madera con una expresión indescifrable, a medio camino entre el dolor y la resignación.
—Fue nuestro refugio en muchas ocasiones. Solo necesita algunas reparaciones menores. Albeiro, usa tu magia para reforzarlo.
Madre e hijo se pusieron a trabajar. Mientras Andreina organizaba las provisiones y revisaba el mapa con minuciosidad, Albeiro, con la ayuda de Esmeralda, revisó el casco, asegurando las tablas sueltas y reforzando las uniones con el calor sutil de su don. Arturo, que se había unido a ellos, observaba en silencio absoluto, su rostro marcado por una profunda y tangible tristeza que no se molestaba en ocultar.
—Estas velas están un poco rasgadas, madre —dijo Albeiro, señalando las lonas colgadas—. ¿Tenemos hilo y aguja?
—Sí, están en la caja de herramientas. Tu padre las guardó allí —respondió Esmeralda, su voz quebrándose ligeramente.
Trabajaron con diligencia, cada uno inmerso en su tarea, pero la atmósfera estaba cargada de una tensión silenciosa. Albeiro no podía dejar de sentir la mirada pesada de su padre sobre él, una mirada que era un interrogante sin palabras.
Arturo rompió el silencio al acercarse al timón. Con un gesto solemne, comenzó a impartir una lección que se sentía más como una herencia que como una simple instrucción.
—Albeiro, Andreina, acérquense. Sé que tienen el mapa, pero el mar no miente, y las estrellas son la brújula más antigua.
Arturo les señaló el cielo, ya oscureciéndose. Les enseñó a identificar la estrella polar y a reconocer las constelaciones clave, explicando cómo podían usarlas para mantener el rumbo incluso si el mapa fallaba. Luego, les mostró cómo leer las velas y la dirección del viento, y cómo el mapa se alineaba con las corrientes.
—El bote los guiará, pero ustedes deben escuchar. El mar tiene sus propios caminos —les dijo, sus ojos fijos en el horizonte.
Andreina, con su entusiasmo habitual, asimilaba cada palabra con avidez, ajustando una vela de prueba bajo la supervisión de su padre. Albeiro, por su parte, asentía lentamente, sintiendo el peso de la responsabilidad y atesorando ese momento de instrucción inesperada con su padre, un ancla de normalidad en medio del misterio.
—Tomen el rumbo del mapa y, si dudan, recuerden la estrella. Confío en que sabrán cuidarse —finalizó Arturo, su voz un murmullo cargado de significado.
La tarde caía, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y púrpuras dramáticos, anunciando el momento ineludible de la despedida. La familia se reunió en la orilla cercana al bote, ya listo para zarpar. La emoción de Andreina era palpable, casi eléctrica, pero Albeiro sentía una punzada de dolor agudo al ver la expresión demacrada de sus padres.
—Mis pequeños exploradores —comenzó Esmeralda, su voz temblorosa mientras abrazaba a Andreina y Albeiro con una fuerza desesperada—. Recuerden lo que les dije. Deben volver.
Arturo, con la garganta visiblemente apretada, abrazó a Albeiro y Andreína con una fuerza que parecía una súplica silenciosa
—Cuida a tu hermana, hijo. Y tú también, Andreina, cuida a tu hermano. Confío en ustedes, más que en nadie, no permitan que nadie los separé.
Aunque las palabras de sus padres eran de aliento y confianza, sus ojos contaban otra historia. Había una profunda tristeza, sí, pero también una ansiedad y una urgencia que iban más allá de la simple separación.