El lobo y las serpientes

Capítulo 13: La despedida helada.

El aire crudo de la noche les azotó el rostro. Arturo y Esmeralda permanecieron inmóviles en la orilla, sus ojos fijos en el horizonte donde el bote de sus hijos se había reducido a un diminuto, insignificante punto.

El mar agitado, oscuro y silencioso, reflejaba la inmensidad de su pérdida. De pronto, un escalofrío helado, más profundo que la brisa marina, los atravesó. La verdad de lo sucedido regresó a ellos, golpeándolos con la furia demoledora de una ola.

El terror vació los ojos de Esmeralda.

—Arturo... ¿qué hicimos? ¿Por qué se fueron?

Arturo se cubrió la cabeza con las manos, apretando las sienes como si intentara contener una hemorragia de recuerdos. Eran imágenes forzadas, aterradoras, que ahora se agolpaban sin control.

—La cueva... el hombre de los tatuajes... Andreina encadenada... la voz en mi mente... —Su voz se quebró, su rostro contorsionado por un horror recién descubierto—. Fuimos marionetas. Él nos usó, Esmeralda. Nos controló. Esmeralda recordó lo que había pasado y su corazón se aceleró.

Sin mediar palabra, el pánico y la desesperación se encontraron en sus miradas. Tenían que actuar de inmediato. Corrieron, dejando la arena fría tras ellos, hacia el corazón de la isla: la Cueva de las Serpientes, el hogar ancestral de las ancianas sabias.

Al llegar, la luz de las antorchas danzó sobre las paredes húmedas. La líder del clan, una serpiente gigante de escamas de obsidiana y jade, se agitó con un siseo preocupado.

Ante sus ojos, la criatura se disolvió en una mujer morena, con largos y enroscados cabellos negros que parecían moverse por voluntad propia.

—Hechicera, lobo... ¿qué sucede? ¿Por qué están tan preocupados? Sus rostros es de dolor. —Preguntó, su voz profunda y resonante, como un tambor lejano.

Esmeralda, aún jadeando, relató la secuencia de la pesadilla: el manipulador de la cueva, el poder de la hipnosis, la traición que los había forzado a entregar a sus propios hijos.

La mujer morena cerró sus ojos oscuros; cuando los abrió, el dolor había teñido sus iris.

—Es mi hijo. Jairo... yo misma lo confiné en esa montaña. Era una amenaza para todos, cegado por una ambición de poder que prometía una tiranía. Lo encerré hace incontables años, mucho antes de que ustedes llegaran a esta tierra. Su único motor siempre fue el poder.

Arturo y Esmeralda intercambiaron una mirada, el corazón encogido, no solo por la traición, sino por la culpa. Jairo no solo había jugado con sus hijos, sino que se había burlado de la protección ancestral, y ahora estaba libre.

Con una urgencia fría y cortante, la pareja tomó una decisión inquebrantable: no había tiempo para lamentarse.

Se pondrían a trabajar. Construirían el navío más rápido y resistente que su magia y su fuerza pudieran conjurar, listos para lanzarse a la búsqueda antes de que la ventaja de Jairo fuera insuperable.

La construcción del bote se convirtió en una danza frenética de desesperada fe. Cada golpe de martillo de Arturo, cada destello verde de la magia de Esmeralda, era un latido de esperanza lanzado contra la incertidumbre.

—¿Saldremos a tiempo? —preguntó Esmeralda, su voz áspera por la tensión, mientras aseguraba una tabla de madera. Sus manos temblaban, no por el frío, sino por el miedo.

—Creo en tu magia y en nuestra corazón de padres. —Respondió Arturo, sin levantar la vista de la quilla—. Es nuestra única oportunidad. Si no lo hacemos, habremos perdido a nuestros hijos para siempre.

El horizonte se iluminaba con el primer fulgor, prometiendo un cielo de rosa pálido y oro naciente. Para asegurar la velocidad, Esmeralda recurrió a materiales mágicos poderosos: fue al cenote sagrado, recolectó plumas de ave fénix y las mezcló en las fibras de la madera.

—Esto dará ligereza, pero mantendrá la fuerza —explicó, trenzando las plumas en la estructura del casco—. Cortaremos el agua sin esfuerzo, como si no existiera.

Arturo, con su fuerza de lobo y su habilidad, aplicó resinas endurecidas por el fuego de la montaña al casco, sellando cada junta para que la embarcación resistiera cualquier temporal.

—Con esta armadura, nada podrá destruirnos a mitad del camino —dijo, la convicción resonando en su voz.

Al terminar, el bote brillaba con un tenue resplandor azulado, una promesa de velocidad lista para desafiar cualquier adversidad. La líder del clan se aproximó, su rostro sombrío bajo el cielo rosa.

—Partan ahora mismo. No esperen el amanecer pleno. —Con voz grave y suave, les ofrecía frutas como provisión para el viaje—. Jairo no es solo un hombre; es una ambición encarnada. Mi magia lo contuvo por siglos, por eso protegí la cueva. Pero ahora, libre y lejos de mi isla, su influencia es vasta e inmediata.

—Gracias por toda su ayuda y por dejarnos refugiar en su isla—murmuró Esmeralda, inclinando la cabeza.

—Gracias a ustedes no hubo más ataques de humanos. Espero que no vuelvan. Un nuevo destino les espera. Aunque me duela en el alma decirlo, les ruego: maten a Jairo. No permitan que los vuelva a usar como herramientas. Liberen al mundo de la maldad que posee. Hagan lo que yo no fui capaz.

—Lo haremos —prometió Esmeralda, y ambas se fundieron en un abrazo solemne y desesperado.

—No olviden esto, hechicera y lobo: deben usar tapones en los oídos al verlo, y jamás, bajo ninguna circunstancia, lo miren a los ojos.

Con esas palabras finales, Arturo y Esmeralda empujaron el navío al mar y saltaron a bordo. La sensación fue irreal; el bote no parecía tocar el agua, sino que se deslizaba sobre ella con una suavidad mágica.

—Mira cómo avanza —dijo Esmeralda, asombrada, tomando el timón—. ¡Parece tener vida propia!

Arturo sonrió, sintiendo la conexión mágica entre su esposa y la embarcación.

—Es tu magia. Nos está guiando.

La velocidad era vertiginosa, sin salpicaduras ni traqueteos, solo un zumbido bajo, como una canción ancestral. Mientras la isla se encogía a sus espaldas, el peso de la misión era un recordatorio constante en sus corazones.




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