Jairo y Zafira navegaban a bordo de su embarcación robada, deslizándose sobre olas negras bajo un cielo sin luna. La ira de Jairo no era un arrebato fugaz, sino un fuego lento y denso, mucho más peligroso y aterrador que la violenta inmensidad del mar.
Sus ojos, todavía incandescentes con el residual brillo dorado de su reciente poder, estaban clavados en el mapa que yacía sobre una pequeña mesa de navegación.
Las líneas del pergamino, de un verde espectral, aún palpitaban con la ruta hacia su objetivo: la Isla Lumina, el hogar ancestral de los Lobos.
Jairo acarició el pergamino con una reverencia que no sentía por ningún ser vivo; era el único objeto en el mundo que obedecía su voluntad sin cuestionarla.
Recordó lo que había escuchado por boca de Zafira sobre la naturaleza ilusoria de Lumina, pero su arrogancia, alimentada por el poder recién adquirido, le había asegurado que ninguna barrera mágica podría resistir su presencia. El mapa no era solo una guía; era la confirmación de su destino como el amo supremo del archipiélago.
—¡El mapa! ¡Continúa guiándonos sin error! —rugió Jairo, una euforia que bordeaba la locura se apoderó de él al ver cómo su voluntad forzada se manifestaba en la mágica brújula.
Su ambición era el motor del barco, un grito silencioso que desafiaba a las corrientes.
El viaje fue una agonía, una travesía ardua de horas en lucha constante contra las mareas que parecían resistirse a su paso. Sin embargo, el ansia de poder de Jairo era una droga que lo mantenía despierto, ignorando el cansancio y el olor a sal y madera mojada.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, el mapa emitió un destello frío y las líneas convergieron. Habían llegado.
Pero al llegar, solo encontraron la desoladora vista del mar abierto.
El horizonte era un espejo inmenso de agua y cielo, interminable y vacío. No había silueta de tierra, ni acantilados escarpados, ni el aura de protección mágica que debía rodear la mítica Isla Lumina.
Jairo, enceguecido por la creencia de su inminente triunfo, no podía comprenderlo. La frustración lo golpeó en el pecho con la fuerza de un rayo, paralizando por un instante el fuego de su furia.
—¡Maldita sea! ¡¿Qué clase de brujería es esta?! —Su rugido de rabia se alzó sobre el viento, golpeando el pequeño barco.
Golpeó el pergamino con el puño cerrado. El mapa, al contacto violento, emitió un pulso de luz de un blanco enfermizo y, al instante siguiente, sus símbolos de guía se desvanecieron, dejando solo un pergamino en blanco, como si la magia se hubiera retirado en señal de burla.
El silencio que siguió al desvanecimiento de la tinta fue más ensordecedor que cualquier tormenta. Jairo se quedó inmóvil, sintiendo cómo el frío del fracaso se infiltraba bajo su piel, amenazando con apagar el fuego dorado que lo había consumido.
Se miró las manos, las mismas que habían lanzado a los jóvenes al mar, y por un instante fugaz, sintió el peso real de su tiranía. Ese instante de vulnerabilidad fue inmediatamente sofocado por la rabia, pues para Jairo, la debilidad era una enfermedad mortal que debía erradicar de inmediato.
Jairo comprendió el engaño en un instante cruel: la Isla Lumina estaba oculta, su ubicación solo podía ser revelada y la entrada abierta mediante la sangre de un Lobo y una Hechicera. Sus preciadas herramientas, Andreina y Albeiro, estaban ahora perdidas en el mar, quizá ya habían dejado de respirar.
—¡Soy un estúpido! ¡Un maldito y soberbio idiota! —maldijo Jairo, su furia transformándose en un veneno reptiliano que le quemaba la garganta—. Debí haber asegurado su sangre, debí haber esperado a entrar a la isla de los lobos. ¡Su sangre era mi única salvación! ¡Ahora todo mi plan está arruinado!
Zafira, a pesar de la tensión cortante, se mantuvo extrañamente calmada. Había estudiado el terror y la ambición de Jairo, y sabía leer el pánico en sus ojos. Este era su momento de demostrar su valor e influencia.
—Mi amor —dijo Zafira, acercándose con lentitud, su voz melosa, suave y persuasiva, una caricia contra la tormenta de su furia—, no todo está perdido. Usted tiene la mente de un estratega, no la de un hombre que se lamenta. Usted tiene la llave para recuperar lo perdido.
Jairo la miró con desconfianza fría, sus músculos tensos.
—¡Habla claro!, no estoy para juegos. ¿Dime, de qué demonios hablas?
—Hablo de la Hechicera. Esmeralda. Ella es la madre de los gemelos, y su sangre, la fuente, ella posee un poder igual o superior. Si logramos volver al archipiélago y la capturamos, podremos usar su sangre para revelar la ubicación y forzar la entrada a la Isla de los lobos. Los gemelos son solo niños pero Esmeralda es la fuente del poder que necesitamos.
Una luz de astucia, fría y calculadora, regresó a los ojos de Jairo, expulsando la ira pura. La idea era brillante, simple y retorcida, justo el tipo de maldad que lo caracterizaba. La furia se disipó como una neblina, reemplazada por una concentración glacial.
—Tienes razón, mi apreciada Zafira. ¡Esmeralda! Ella me entregará la entrada —Una sonrisa lenta, cruel y predatoria se dibujó en su rostro—. Si pude engañar a esa pareja una vez con hipnosis en la cueva, será infinitamente más sencillo hacerlo ahora que están desesperados, rotos por la pérdida de sus hijos.
Pensó en el rostro de Esmeralda, en la firmeza de su mirada que él tanto detestaba, y en cómo esa misma firmeza se desmoronaría ante la promesa de reunirse con sus hijos, aunque fuera una mentira bien tejida.
El plan no solo le daría acceso a Lumina, sino que le permitiría tener el control total sobre la Hechicera, asegurando que su poder fuera doblegado a sus fines. La idea de ver la esperanza morir en sus ojos mientras él ascendía era el verdadero premio secundario de esta expedición.
Rápidamente, Jairo tomó el timón, dirigiendo el barco de regreso hacia el archipiélago, a la isla de donde venía, a toda máquina. Él estaba pensativo, su mente se movía a una velocidad vertiginosa delineando su nuevo plan táctico.