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La voz aguda de la niña, apenas un susurro que el mar no logró ahogar, rompió la neblina del inconsciente de Andreina.
—¡Hermano, mira! ¡Una joven! —chilló Lira, la pequeña recolectora de caracoles.
Andreina sintió una mano firme y cálida bajo su cuerpo, levantándola con una fuerza que le recordó a su padre. El dolor punzante de su cabeza se mezcló con el aroma a sal, magia y cuero curtido. Intentó abrir los ojos, pero la luz del amanecer era cegadora.
El hombre que la sostenía la llevó a un carruaje robusto, tirado por bestias grandes y silenciosas. Un viaje corto, pero que a Andreina se le hizo eterno, la transportó de la playa salvaje a un mundo de civilización ancestral. Finalmente, la depositó con delicadeza en una cama blanda y perfumada.
El hombre, que aún no había revelado su nombre, se movió con una eficiencia que contrastaba con la quietud forzada de la habitación. Sin mediar palabra, se dirigió a un intercomunicador de bronce incrustado en la pared de piedra y dio órdenes concisas. A los pocos minutos, dos figuras vestidas con túnicas de lino claro entraron en la estancia. Eran los sanadores o médicos de la Ciudadela.
Mientras Andreina yacía semiinconsciente, los médicos la examinaron con instrumentos que parecían combinar tecnología y cristales mágicos. Escuchó fragmentos de su conversación: murmullos sobre su pulso, la ausencia de heridas externas graves, y luego, un tono de asombro.
Cuando Andreina comenzó a recuperar la conciencia, los médicos se apartaron ligeramente, permitiendo que el hombre se acercara. Fue entonces cuando escuchó claramente el veredicto, justo antes de que él los despidiera con un gesto seco:
—Se está estabilizando. Es una híbrida, su magia está contenida, pero es innegable. Es un poder que no hemos visto en generaciones.
Una vez que los sanadores desocuparon la habitación, dejando solo el aroma a hierbas medicinales, el hombre se quedó junto a la cama, su presencia imponente ahora cargada de una intensa curiosidad.
—Mi nombre es Kael —dijo, por fin, con voz grave y autoritaria —. ¿Quién eres tú? ¿Cómo entraste a la isla?
Cuando por fin Andreina logró enfocar la vista, se encontró en una habitación espaciosa, con paredes de piedra pulida y grandes ventanales que daban a una ciudadela. No era una simple aldea; eran murallas gigantescas, sólidas como acantilados, y detrás de ellas se alzaban casas y mansiones construidas con bloques de piedra inmensos.
Todo estaba protegido, vigilado por centinelas en altas torres. A su lado, Kael era alto, de cabello oscuro, y vestía ropas de viaje sobrias. La espada de hoja ancha en su cintura indicaba que era un guerrero. Andreina sintió en él una presencia imponente, pero también una extraña calma.
Andreina intentó levantarse, pero un mareo la obligó a recostarse de nuevo.
—Me llamo Andreina. Vengo de... del mar. Naufragué.
Kael frunció el ceño. Se acercó a ella y clavó su mirada en los ojos verdes de Andreina.
—En esta isla no se naufraga por casualidad. Los sellos mágicos impiden que alguien llegue a nuestra orilla. Explícate.
Andreina sintió el peso de la verdad, pero omitió el peligroso nombre de Jairo y Zafira.
—Viajaba con mi hermano. Buscábamos nuestro hogar. Fuimos sorprendidos por una tormenta mágica. El barco naufragó y nos separó.
Kael se mantuvo en silencio por un momento. De repente, se acercó aún más, examinando cada rasgo de Andreina.
—Tus ojos... no mientes. Eres especial —murmuró, su tono de voz cambiando a una curiosidad forzosa —. Las sanadoras te revisaron. Dicen que en tu interior arde una magia antigua, dormida. ¿De dónde sacaste tal poder?
Andreina respiró hondo. Este era el momento de la verdad, de usar la historia que había aprendido de sus padres.
—Mi madre es hechicera. Esmeralda —dijo.
Kael se sentó en el borde de la cama, intrigado.
—Cuéntame de ella, y de tu padre.
—Mi madre y padre son de la Isla Lúmina —prosiguió Andreina—. Ella era una guardiana. Pero para proteger la isla de la humanidad que quería entrar en ella por ser un puente con nuestra isla, tuvo que abandonarla. Se fue con mi padre, un lobo alfa, para proteger el secreto.
Kael se quedó pensativo, su mano posada en la empuñadura de su espada.
—La Isla Lúmina... Tierra de Lobos. Ya veo. Eso explica tu linaje, el de la hechicera y el lobo. Esto es único.
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación, como si estuviera encajando piezas de un antiguo rompecabezas.
—Tu madre debe ser hija de una de las Sacerdotisas más poderosas de esta isla. Aquí entrenamos para desarrollar la magia al potencial más alto. Muchos hechiceros han tenido que abandonar la isla para proteger partes de la Tierra, pero algunas sacerdotisas han sido enviadas a custodiar lugares sagrados, como la Isla Lúmina, el hogar de los Lobos.
Kael se giró para mirarla, su voz bajando a un tono casi reverente.
—Nuestra isla, igual que la isla de los lobos, cuenta con un tesoro, el mineral Ilvayem, que protege la isla de las amenazas externas. Es la razón de nuestras murallas y nuestros sellos mágicos.
Se detuvo y la observó con una nueva intensidad.
—Necesito saber quién es tu abuela. Ella debió ser la última sacerdotisa enviada a cuidar la Tierra de los Lobos y el mineral.
—Sí claro.
—Primero dame unos minutos, voy por unos libros —Kael salió de la habitación casi corriendo y al rato llegó con varios libros en sus manos los cuales empezó a revisar. Después de revisar en casi todos los libros por fin había encontrado lo que tanto estaba buscando, leyó el nombre de la última sacerdotisa enviada a cuidar la Isla Lúmina.
—¿Te suena el nombre Samanta? Fíjate, esta es la mujer —le dijo él mostrándole el libro. La foto de Samanta era idéntica a Esmeralda, su madre, así que Andreina al verla sus ojos se aguaron. Extrañaba a su madre.