El lobo y las serpientes

Capítulo 17: La Sombra del Lobo en el Umbral.

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Mientras Kael, con el libro en la mano y la urgencia grabada en el rostro, se apresuraba al Templo de las Sacerdotisas, a varios cientos de metros de distancia, Albeiro libraba una batalla contra su propia fatiga.

Luchaba por llegar a las murallas. La salitre le picaba la piel, el dolor de su cabeza punzaba, y la resaca del naufragio lo hacía tambalearse. No obstante, la visión de la ciudadela le inyectaba una fuerza desesperada. Era más que un refugio; era una promesa ancestral y una advertencia de un poder inmenso que ahora lo reclamaba.

Al llegar a las murallas, Albeiro alzó la cabeza. Eran más altas de lo que había observado momentos antes, bloques de piedra inmensos, casi fundidos en el acantilado. Sintió la presencia de una barrera invisible que le erizaba el vello: un sello mágico que protegía el lugar.

El sonido de su respiración agitada resonó en el silencio, atrayendo inmediatamente la atención de los centinelas.

—Esto es magia. Estupendo —Murmuro Albeiro.

Desde lo alto de las torres, dos figuras lo observaron. Vestían túnicas grises con emblemas plateados y portaban espadas de obsidiana, cuyo filo vibraba con energía contenida. Eran hechiceros, guardianes del umbral.

—¡Alto ahí! ¿Quién eres y cómo llegaste a nuestras tierras? —resonó una voz femenina, amplificada mágicamente, tan potente que hizo eco en la playa como un trueno.

Albeiro se tambaleó, levantando las manos en señal de paz. Sus palabras, a pesar de su agotamiento, debían ser precisas.

—Vengo del mar. Soy Albeiro, y busco a mi hermana. Mi madre es una hechicera y mi padre es un hombre-lobo.

La mención del hombre-lobo provocó un murmullo de consternación que se extendió rápidamente. Uno de ellos, un joven delgado con la mirada gélida, descendió a través de un portal de luz verde que se abrió en la base de la muralla. Su rostro mostraba una mezcla de desconfianza y una repulsión apenas disimulada.

—En nuestra isla no hay hombres-lobo —espetó el centinela, su espada de obsidiana cobrando un ligero resplandor azul—. Son peligrosos. Y los híbridos son una rareza. Demuestra tu magia ahora mismo, o serás considerado un intruso que amenaza nuestros sellos de protección.

Albeiro se sintió acorralado. Él era el hijo de la hechicera, quería dejar que su poder fluyera, pero su magia estaba debil, casi dormida.

Estaba agotado y bajo estrés, su poder mágico se sentía débil, insuficiente. Usarlo ahora, forzarlo, podría drenarlo por completo, o peor, matarlo.

—¡Mi magia! —tartamudeó Albeiro, su voz débil—. No puedo invocarla ahora. Estoy débil. Hemos naufragado y he perdido a mi hermana en el mar... por favor, necesito ayuda para encontrarla.

—¡Mentiras! —gritó el hechicero, su espada brillando con un fulgor más intenso—. Tu aura es errática, tu corazón late con la fuerza de esa maldita bestia. El mar no te trajo por casualidad, intruso.

—Está equivocado. Soy un hechicero, no un lobo —replicó Albeiro, intentando sonar firme, aunque el pánico crecía.

La situación empeoró cuando, en un momento de pánico, la adrenalina lo invadió. Su vista se agudizó con una ferocidad inusual, y un gruñido bajo se escapó de su garganta, una manifestación involuntaria del lobo que nunca había permitido salir. Los centinelas vieron esa chispa de transformación y reaccionaron con un miedo ancestral.

—¡Es un cambiaformas! ¡Es peligroso! ¡Enciérrenlo! —ordenó el hechicero.

—Maldita sea tenía que ser hoy, precisamente hoy, mi parte animal debía salir. —Penso Albeiro.

Un segundo portal de luz se abrió en la muralla, y varios guardias, con sus manos cargadas de energía azul, lo rodearon. Lo sujetaron con firmeza, ignorando sus súplicas y explicaciones.

Mientras Albeiro era apresado, Kael irrumpió en el Templo, un recinto de mármol y estanque flotante donde el aire era denso de magia.

Las tres Sacerdotisas principales estaban sentadas en tronos de piedra, su sabiduría proyectada en el ambiente con una pesadez reverente.

—Madre, Sacerdotisas —dijo Kael, dirigiéndose a su propia madre, una de las sacerdotisas jóvenes—. He encontrado a una joven en la orilla de la playa. Dice ser hechicera y la nieta de Samanta.

El silencio fue absoluto, cortante. El nombre de Samanta, la hechicera que decidió irse de la isla para proteger a los lobos en vez de a su propio hogar, era recordado con una mezcla de respeto y resentimiento.

—¿Samanta? Es imposible —dijo la Sacerdotisa Principal, con el rostro serio—. Su lámpara se extinguió hace muchísimos años. Jamás nos enteramos de que ella haya formado un hogar, una familia...

—He examinado a la joven. Es una hechicera y una híbrida —dijo Kael, la última palabra sonando incómoda incluso para él—. Afirma que su madre, Esmeralda, abandonó la isla para protegerla, y su padre es un lobo de esa tierra. Busqué la foto de Samanta en un libro y tiene parecido a ella aunque su cabello es rojo pero sus ojos son idénticos a los de la hechicera Samanta.

La Sacerdotisa Principal se levantó de su trono, su mirada penetrando a Kael. Había en ella un profundo dolor por la memoria de Samanta, y una cautela extrema.

—Trae a la joven ante nosotras. La sangre de Samanta no puede ser ignorada. Pero su linaje de lobo… eso es una complicación que debe ser examinada con sumo cuidado

Albeiro fue arrastrado por los guardias, ignorando sus protestas sobre su hermana perdida, y arrojado a una celda de piedra. Era una habitación pequeña, pero curiosamente bien iluminada por una luz natural que se filtraba por un tragaluz en el techo.

Se desplomó en el suelo, sintiéndose derrotado. Había llegado a este lugar lleno de magia, solo para ser encerrado. La desesperación le quemaba la garganta.

—Andreina, ¿dónde estás? —susurró, golpeando el suelo con frustración. La idea de que su hermana estuviera perdida o, peor aún, muerta, lo aterrorizaba.




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