La aldea de Xiahe no figuraba en los mapas de la dinastía Ming. Oculta entre colinas cubiertas de bosques de criptomerias, sus casas de adobe y vigas de alcanfor se aferraban a la tierra como raíces viejas. Allí, el tiempo se medía en cosechas y monzones, y las historias se tejían con el hilo dorado de la superstición y el arroz fermentado. Mi madre murió al parirme, dicen que con una sonrisa en los labios, como si en su último aliento hubiera vislumbrado el destino que me aguardaba. Mi padre, Lu Kang, tallaba ataúdes con la precisión de quien esculpe versos en madera. Sus herramientas, formones dentados, cinceles de mango gastado, colgaban de la pared como instrumentos de un ritual.
A los cinco años, mientras jugaba entre virutas de pino, encontré un rollo de seda medio quemado bajo un montón de serrín. Era un fragmento del Sutra del Loto, arrastrado hasta allí por el viento monzónico, según insistió la anciana Chen, la partera que me ayudó a descifrar los caracteres. Aquel pergamino, cuyas letras doradas brillaban como luciérnagas en la oscuridad, se convirtió en mi primer maestro. Las tardes en que mi padre partía a vender sus féretros a la ciudad, me sentaba bajo el árbol de alcanfor que dominaba el patio, repitiendo en voz baja:
”Todos los fenómenos son sueños, ilusiones, burbujas, sombras” Las palabras me quemaban la lengua, pero no las comprendía.
El encuentro con el monje ocurrió en primavera, cuando los narcisos salvajes alfombraban los senderos. Iba camino al arroyo, cargado con un haz de leña, cuando lo vi: un hombre alto, descalzo, con una túnica remendada en azafrán y óxido. Sus pies, agrietados como tierra sedienta, no levantaban polvo al caminar. Se detuvo frente al cerezo que marcaba el lindero de nuestra propiedad y extendió una mano hacia una flor. Observé cómo un pétalo se desprendía y caía sobre su palma. Entonces lloró. No con lágrimas de tristeza, sino con una risa ahogada que sonaba a catarata lejana.
—¿Por qué llora, venerable? —me atreví a preguntar, oculto tras el tronco.
Volteó. Sus ojos, del color del ámbar oscuro, me atravesaron.
—Lloro porque esta flor ya está muerta —dijo—, y porque nunca dejará de florecer.
Antes de que pudiera responder, añadió:
—Tú también llevas una semilla de luz entre las costillas. Cuídala, o te consumirá.
Se alejó cantando un mantra en una lengua que no reconocí, mientras los pétalos del cerezo lo seguían como un enjambre de mariposas obedientes. Esa noche, mientras los grillos cantaban una elegía al invierno, tallé un loto de ocho pétalos en la base del árbol. Cada hendidura sangraba savia dorada, y en su centro, escribí el carácter Wu (悟, “despertar”) usando el cuchillo de tallar madera de mi padre. Cuando él lo descubrió, me golpeó por primera y última vez. La sangre de mi labio partido sabía a sal y a promesa.
A los diez años, conocí el peso del silencio. Mi padre intentó casarme con Mei Ling, la hija del herrero, una niña de ojos oblicuos y manos ágiles para tejer redes de pesca. La noche anterior a la boda, huí al templo abandonado de Guanyin, a dos leguas de la aldea. Entre las estatuas decapitadas de bodhisattvas, juré ante la luna menguante:
—No seré esposo, ni padre, ni carpintero. Seré fuego que quema hasta no dejar ceniza.
Regresé al amanecer, cubierto de rocío y hojas secas. Mi padre no me miró al entregarme una bolsa de arroz y un manto de lana gruesa. Su voz, al despedirme, fue más áspera que el serrín:
—Los hombres como tú no mueren viejos.
Caminé hacia el norte, siguiendo el rumor de un río sin nombre. En la mochila, junto al Dhammapada y un cuenco de bronce, guardaba el pétalo seco que el monje dejó caer aquel día primaveral.
El Umbral
El monasterio de Tianlong no era un edificio, sino un organismo vivo. Sus muros de piedra musgosa respiraban al compás de las estaciones, y sus pasadizos serpenteantes guardaban ecos de voces extinguidas siglos atrás. Para llegar a él, crucé el Puente de las Cien Agonías, una estructura de cadenas oxidadas y tablones podridos que crujían bajo cada paso. Abajo, el río Jialing rugía con la furia de un dragón herido, arrastrando troncos descortezados que parecían huesos de gigantes. Al centro del puente, una ráfaga de viento intentó arrojarme al vacío. Me aferré a las cadenas, sintiendo cómo el metal helado se fundía con las heridas de mis palmas.
”El primer umbral siempre exige sangre” recordé las palabras de un mercader taoísta que conocí en el camino.
La puerta principal estaba tallada con los Nueve Hijos del Dragón: Bixi, cargando el peso del mundo; Qiuniu, cantando secretos al oído de los dioses; Yazi, devorando mentiras. Sus ojos de jade me siguieron mientras cruzaba el umbral, y en sus fauces entreabiertas, vislumbré el destino que el Emperador de Jade había tejido para mí: un hilo roto, una aguja sin punta. Un aroma a sándalo y humedad antigua me envolvió. En el patio central, veinte monjes realizaban prosternaciones bajo una llovizna glacial. Sus frentes golpeaban el suelo al unísono, marcando un ritmo hipnótico. Uno de ellos, de edad indefinida y cejas tan blancas como la escarcha, se levantó y se acercó. Llevaba un collar de 108 cuentas de bodhi, pero lo que capturó mi atención fueron sus pies: descalzos, llenos de cicatrices que dibujaban mapas de sufrimientos antiguos.
—El Abad Li te espera en el Pabellón del Viento Eterno — anunció, señalando una escalera de piedra que ascendía hacia los acantilados.
El Pabellón era una estructura sin muros, sostenida por columnas de ébano negro donde habían tallado versos del Sutra del Diamante. Allí, entre cortinas de niebla que danzaban como fantasmas, el Abad Li meditaba sobre un cojín de hierbas secas. Su figura, envuelta en un kāṣāya grisáceo, parecia una extensión de la roca sobre la que se erguía el monasterio. Al verme, no se levantó. Sus ojos, dos pozos de obsidiana, me escudriñaron hasta hallar las grietas que yo mismo ignoraba.