El Mago Oscuro

2

En un principio, la permanencia en el lugar fue tormentosa para Gabriel. Había dejado de ser aquel niño alegre e imaginativo. No tenía deseos de nada. La vida para él carecía de total sentido. Estaba enojado con Dios, le reprochaba constantemente que se hubiera llevado a sus padres y dejado a él. De nada sirvieron las sesiones con el psicólogo, de nada sirvieron las largas charlas que mantenía el cura párroco que trataba de explicarle que Dios tenía un motivo para todos en la vida y que si no lo había llevado, era por algo. Se convirtió en un niño retraído que lo único que hacía era cumplir con las labores impuestas en el orfanato lo justo y necesario. Había perdido el gozo de vivir, no tenía ya interés en leer aquellas fantásticas historias que lo transportaban a un mundo de ensueño. Había quedado atrapado para siempre en el mundo real, en el mundo de los grandes. Había extraviado la varita mágica de la inocencia –aquella que todos han poseído alguna vez y que después también pierden y se suman a un mundo gris, apático, aburrido, atiborrado de compromisos que los hace olvidar por completo de lo que otrora fueron–. La diferencia con Gabriel era que se había incorporado a ese mundo de la forma más cruel, de la forma más dura que se pudiera concebir, y siendo tan solo un niño.

Corría el mes de enero, después de tres años en el lugar, ocurrió algo inusual, justo el día de su cumpleaños número catorce. Ese día, tan distinto en otros tiempos, llegó un paquete con su nombre y la dirección del orfanato. Lo abrió y en su interior había un libro, no era un libro nuevo –vale decir que estaba muy gastado–, tenía una fina encuadernación de tapa dura. En esta, en relieve, había un hermoso dibujo de un anillo en cuyo interior tenía un grabado con caracteres indescifrables, y el dibujo de fondo era un mapa con extraños nombres de montañas, territorios, bosques y ríos. El Señor de los anillos por J.R.R. Tolkien, con mil trescientas páginas.

-Gracias -dijo Gabriel al cura sin ningún tipo de emoción, solo por cortesía.

El cura lo miró sonriendo y le aclaró que él no era el autor del regalo ni lo era alguien del orfanato.

-Parece que tienes un amigo allí afuera -le respondió el cura.

Gabriel no indagó más, creía que las palabras del cura eran una triquiñuela para incentivarlo y que el autor del regalo era, sin duda, el párroco, pues no conocía a nadie allá afuera. Guardó el libro, hacía tiempo que había perdido el interés hacia la lectura.

Al día siguiente, Ana, una mujer grande en ciertos aspectos: grande de edad y grande de porte –con sus ciento veinte kilos distribuidos en un metro setenta de altura– mientras le servía un plato de sopa le dijo:

-Supongo que no te habrán dado ese libro de brujería...
-¿El libro que me regaló el padre?
-¡Válgame Dios! -exclamó la mujer persignándose- ¿Entonces te lo dieron?

-¿Qué tiene de malo?

-¡Vaya a saber una! ¡Pero proviniendo de un viejo con esa facha de loco se puede esperar cualquier cosa!

-¿Viejo loco?, ¿el padre Mario?

-¡No! ¿Cómo se te ocurre pensar eso? Me refiero a un viejo con pinta de chiflado que me paró en la calle cuando fui a hacer las compras.

-Pensé que había sido el padre; aparte no conozco a ningún "viejo loco".

-¿No lo conoces? Él parecía conocerte muy bien. Me dijo bien clarito: "entréguele este libro al niño Gabriel". Aparte me pidió que te dijera que era el amigo de Jotavé... y no sé qué más.

-¿Jotavé?, ¡Qué nombre más raro! No conozco a ningún Jotavé.

-¿No conoces a ningún...? ¡Ya me parecía que era un engaño!, ¿a quién le pondrían un nombre tan ridículo? Por eso le entregué el libro al padre Mario.

-Este viejo loco que usted dice: ¿lo conoce?

-¡Jamás lo había visto en mi vida! Por eso te digo, Gabriel: ¡No leas ese libro! ¡No entiendo por qué el padre Mario te lo entregó!

El énfasis puesto por Ana en que no leyera el libro despertó en el muchacho cierta curiosidad, alimentada aún más luego de que aseverara que lo que le habían obsequiado era un libro de brujería. Pronto Gabriel descubriría que era más atrayente que un libro de brujería, era el descubrimiento de un mundo impresionante, un mundo poblado de elfos, hobbits, enanos, orcos, magos y toda gama de criaturas fantásticas. Ese mundo no era ni más ni menos que la Tierra Media. Este no sería el único libro que recibiría de aquel enigmático "amigo". Durante los años siguientes los libros del género se sucederían.

A los dieciséis años comenzó a trabajar cuatro horas por día como ayudante de panadero durante la tarde, después de sus estudios a la mañana. Ya tenía todo planificado. Ahorraría cada peso que le pagasen para utilizarlo cuando cumpliera la mayoría de edad.

Una mañana de abril, con sus heridas ya cicatrizadas y con dieciocho años recién cumplidos, se despidió con un fuerte abrazo del cura Mario, quien con el correr de los años se había convertido en su segundo padre. Cruzó la verja, miró hacia atrás. Allí estaban con lágrimas en los ojos el cura, Ana –aún más gorda– y muchos de los chicos a los cuales les contaba historias durante las noches. Miró hacia adelante, hacia la calle, una nueva vida comenzaba.




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