Llegó a una vieja construcción de tres pisos que databa de principios del siglo veinte. Allí quedó por un momento, parado frente a la derruida fachada, contemplando con un poco de miedo, con un poco de dudas y con mucha esperanza de poder forjarse un futuro mejor lo que sería su nuevo hogar.
Era la pensión de doña Zara, una inmigrante italiana de unos sesenta y cinco años que nunca se había casado, pero que había tenido dos hijos, fruto de uno de sus concubinatos con un ex pensionista allá lejos en su juventud.
A la semana de haber llegado, doña Zara lo sorprendió al avisarle que había recibido una encomienda. La sorpresa era porque a nadie había avisado donde vivía. Pero allí estaba aquella caja pequeña, sin remitente. Subió hasta el tercer piso, donde estaba su habitación. Se sentó en la cama y rompió el envoltorio. Era un libro de medianas dimensiones y de unas cuatrocientas cincuenta páginas: El Silmarillion decía el título; había una nota manuscrita:
"Estimado Gabriel:
Te envío este obsequio pues sé muy bien de tu afición por las obras de fantasía, en especial la de Tolkien. Estoy contento porque mis anteriores envíos te agradaron (al menos eso estimo).
Entiendo que pueda causarte cierta sorpresa, y hasta molestia, que un extraño te haya estado enviando estos libros durante todos estos años en forma anónima, y no personalmente. Pero todo tiene un motivo. Pronto nos conoceremos (aunque ya me has visto antes).
Un saludo cordial.
Don Anselmo
PD: El amigo de J.V."
Era la primera vez que una misiva llegaba firmada; antes solo decían: "el amigo de J.V.". Cada vez que leía estas iniciales, una sonrisa se le dibujaba en el rostro recordando la charla con Ana, la cocinera del orfanato, y su "Jotave". Cierto era lo que decía esta última carta, que si bien los libros le encantaban, le molestaba el carácter misterioso de quien se los enviaba, y, por más que pensaba a quién harían referencia las iniciales, no se le ocurría nada. Tiempo atrás, en el orfanato, se había tomado el tiempo suficiente para pensar en todas aquellas personas que conocía, y había anotado sus nombres en un papel. La lista se componía en su mayoría de gente del orfanato y de algunos que conoció cuando sus padres aún vivían; pero ninguno de los nombres concordaba con las iniciales J.V. Esto lo intrigaba todavía más y le daba un motivo extra para molestarse.
Ese "pronto nos conoceremos" no había llegado cuando Gabriel ya tenía veinticuatro años. Trabajaba durante el día en las oficinas de un supermercado realizando tareas administrativas y trámites bancarios, archivando infinidades de legajos. Al principio le gustaba, pues no estaba encerrado entre cuatro paredes; pero pronto se vio atrapado en algo mayor: la burocracia sin fin, colas interminables, la municipalidad, rentas, etcétera. Andando como loco de un lado para otro, veía la desidia de los empleados y el mal humor de la gente; el sufrimiento de los viejos esperando largas horas de pie para cobrar una magra jubilación; los insultos de los automovilistas por los embotellamientos. En definitiva: un caos generalizado.
Se sentía decepcionado. La vida era un desconcierto. Los noticieros reflejaban la constante agitación mundial, los continuos enfrentamientos, la autodestrucción del ser humano por su ambición desmedida. Millones de personas morían de hambre, otros miles en guerras, millones más por enfermedades. El mundo corría vertiginosamente por una angosta cornisa y, a ambos lados, solo se vislumbraba destrucción y muerte. A ese ritmo la humanidad se encaminaba a su segura destrucción a pesar de los avances tecnológicos. Sentía un gran vacío en su alma, no podía concebir ver todo aquello; se sentía un ser minúsculo que nada podía hacer para cambiarlo; un ser insignificante; un número más dentro de aquel caótico diseño. Pero un día todo cambió. Cuando cumplió su vigesimosexto año de vida, por fin conoció a don Anselmo.