La noticia de la "Convención de Amanda" era un secreto tan bien guardado como la receta de la salsa de la abuela. Mario y yo sabíamos que si se lo decíamos a mi madre, ella se desmayaría en el acto, o peor, me daría una de sus charlas sobre el "deber de una señorita". Así que, como si fuéramos espías en una película, comenzamos a trabajar en las sombras.
La primera misión era la más arriesgada: encontrar un lugar para el evento. Mi tío y yo fuimos al jardín trasero de la casa. El espacio era enorme, con un césped bien cuidado y un gran árbol en el centro. Mi madre quería poner una pista de baile. Yo la veía como el lugar perfecto para un dojo improvisado. Mario sacó su cinta métrica y comenzó a medir. "Aquí podemos poner el escenario para el concurso de cosplay", dijo, "y aquí, una zona de descanso con mesas y sillas". Yo me imaginaba a todos mis amigos, disfrazados de sus personajes favoritos, desfilando por la pasarela mientras los jueces, mi tío y yo, los evaluábamos.
La segunda misión era la más importante: la comida. Mi madre quería un banquete elegante, con platos complicados. Yo quería comida de verdad, comida que te hiciera feliz. Le expliqué mi plan a mi tío, y él me dijo que conocía a un amigo que era dueño de un camión de comida japonesa. "Sushi, ramen, mochi", murmuré, con la boca hecha agua. "Será el mejor banquete de la historia". Mario me sonrió y sacó su teléfono. "Llamaré a mi amigo para ver si está interesado".
Mientras mi tío hacía su llamada, yo me encargaba de la parte más importante del plan: el entretenimiento. La fiesta de quince años de mi prima Laura había tenido un DJ y un show de luces. Yo quería algo diferente. Quería un maratón de anime, con las series que me habían acompañado durante toda mi vida. También quería una zona de videojuegos, con las consolas más nuevas y una pantalla gigante para un torneo. Sabía que sería un éxito.
Cuando regresé a la casa, mi madre me detuvo en el pasillo. "Amanda, ¿has pensado en el vestido?", me preguntó, con una sonrisa que me hizo sentir culpable. "Sí, mamá", le dije. "Estoy pensando en uno". No mentí del todo. Estaba pensando en uno, pero no un vestido de princesa, sino un traje de cosplay. Quería ser una heroína de mi propia historia, no la protagonista de un cuento de hadas de otra persona.
El desafío de la "Convención de Amanda" era grande. Sabía que tendría que enfrentarme a mi madre, mis tías y mi prima, y que el riesgo de que todo se fuera al traste era inminente. Pero no me importaba. Tenía a mi tío Mario, el único adulto que me entendía, y mi plan era tan perfecto que no podía fallar. O eso creía yo.