El Manifiesto De Amanda

7. LA VICTORIA DEL RAMEN

Pasó un día entero. Un día de silencio. Un silencio pesado, cargado de una expectativa que casi se podía tocar. Mi madre, Renata, no me miraba a los ojos, ni me hablaba de la fiesta. Las tías, Carmen y Sofía, evitaban el tema, y la prima Laura me miraba como si estuviera a punto de explotar. El único que me daba ánimos era el tío Mario, quien me enviaba mensajes de texto con memes de anime.

La cena de esa noche fue un desastre. Nadie hablaba, y el único sonido que se escuchaba era el de los cubiertos chocando contra los platos. Me sentí como si estuviera en un funeral. En ese momento, entendí que si mi madre no cedía, la tensión en la casa seguiría escalando hasta un punto sin retorno. Y no quería que eso pasara.

Cuando terminamos de comer, me levanté y fui a la sala. Mi madre estaba sentada en el sofá, con la mirada perdida en el televisor, pero sabía que no estaba viendo la película. Me senté a su lado y le tomé la mano.

“Mamá”, le dije con la voz más suave que pude. "Sé que es difícil para ti, pero por favor, dame una oportunidad. Si no funciona, si la gente se va o si la convención es un fracaso, te juro que para mi fiesta de dieciséis, haré lo que tú quieras. Un vals, un vestido, lo que sea. Pero por favor, dame la oportunidad de hacer esto a mi manera".

Mi madre, en un acto de amor incondicional que nunca había visto en ella, me miró, y las lágrimas se le escaparon. "Amanda, no quiero que tu fiesta sea un fracaso. Te amo. Y solo quiero que seas feliz".

"Seré feliz, mamá. Créeme", le dije, abrazándola. Y por primera vez en semanas, mi corazón se sintió ligero.

A la mañana siguiente, me despertó el olor a café y a tostadas. Cuando bajé a la cocina, vi a mi madre sentada en la mesa con el tío Mario. Había una libreta abierta entre ellos, y mi madre estaba dibujando, pero no flores ni vestidos, sino un dragón de un manga.

"Tu madre y yo hemos hablado. Y ha accedido a la Convención de Amanda", me dijo el tío Mario, con una sonrisa en el rostro. Mi madre me miró y me sonrió con esa sonrisa que guardaba para los momentos especiales. “Solo con una condición”, me dijo. "Que nos dejes ayudarte. Y que el vals sea opcional".

No podía creerlo. Había ganado. Mi madre había cedido, y la Convención de Amanda era una realidad. Pero no me sentía como si hubiera ganado una guerra, sino como si hubiera ganado a mi madre. Y ese fue el mejor regalo de todos.




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