El brillo de la Convención de Amanda persistía en la noche. Las luces de colores y los gritos de mis amigos resonaban en el jardín, pero yo me había escapado a la soledad de mi habitación. Me senté en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta y una foto en la mano. La foto era vieja, estaba un poco borrosa y mostraba a una niña pequeña con el cabello en dos trenzas, sentada en las rodillas de un hombre. Era yo, con mi padre.
Había evitado esta foto durante años. La había escondido en una caja, bajo mis mangas, mis cuadernos y mis dibujos. Era un recordatorio de un pasado que no quería recordar, de una persona que me había abandonado. Siempre que la veía, sentía un nudo en el estómago, una mezcla de dolor, ira y tristeza.
Me pregunté qué estaría haciendo mi padre en este momento. Si pensaría en mí, si sabría que yo estaba aquí, cumpliendo quince años. En la Convención de Amanda, mi madre, mis tías y mi prima me habían demostrado que me amaban, que me aceptaban como era. Pero la ausencia de mi padre pesaba más que toda la presencia de mi familia.
Mi viaje a la madurez no se trataba solo de luchar contra las tradiciones y las expectativas de mi familia. Se trataba de confrontar el pasado. Se trataba de confrontar la ausencia de mi padre. Quería que él estuviera aquí, que viera lo que había logrado. Que viera la mujer en la que me estaba convirtiendo.
El celular vibró en mi mano. Era un mensaje de mi tío Mario. "El vals es un baile de princesas. Pero el baile de la vida, Amanda, lo bailas tú. Y estás bailando muy bien."
Me sequé las lágrimas y me levanté del suelo. Quizás, el perdón era una forma de libertad. Tal vez, si perdonaba a mi padre, podría ser libre. La decisión final, sin embargo, no sería fácil. El camino hacia la madurez era una batalla, y esta, era la más difícil de todas.