La dirección que mi madre me dio era un pedazo de papel, pero para mí era un mapa del tesoro. Un mapa que me llevaría a la verdad, o al menos, eso esperaba. El camino a la casa de mi padre era un viaje a lo desconocido. Un viaje que, a pesar de la curiosidad, me daba miedo.
Decidí no ir en persona, al menos no todavía. La idea de mirarlo a los ojos y preguntarle por qué me había abandonado era algo que no podía hacer. Así que decidí llamarlo. Con el papel tembloroso en mi mano, marqué el número de teléfono. Cada timbre era un latido en mi pecho. Uno, dos, tres… y luego, una voz.
“¿Diga?”, dijo la voz al otro lado de la línea. Era una voz de hombre, pero no la recordaba. La voz de mi padre era un fantasma en mi memoria.
Me quedé en silencio, sin saber qué decir. Me había preparado para este momento. Había ensayado mis líneas. "Soy Amanda. Tu hija. ¿Por qué me dejaste?". Pero cuando llegó el momento, las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta.
“¿Hola? ¿Hay alguien ahí?”, preguntó la voz, con un tono impaciente.
Y de repente, mi mente se aclaró. No podía hacerlo. No podía hacer esta llamada. La respuesta que buscaba no iba a venir de un teléfono. La verdad no podía ser tan simple. Tenía que ser más compleja, más real. Y para eso, necesitaba verlo en persona.
Colgué. El teléfono se sintió pesado en mi mano. Respiré hondo y me limpié una lágrima. La conversación no había sido un fracaso. Había sido una lección. Había aprendido que el camino a la madurez no es fácil. Que las respuestas no vienen en un plato. Tenía que buscarlas.
Al día siguiente, tomé una decisión. Iba a ver a mi padre. Tenía que hacerlo, no para él, sino para mí. Para cerrar este capítulo de mi vida. Para dejar de ser una niña y convertirme en la mujer que quería ser.