El Manifiesto De Amanda

13.- EL VIAJE AL PERDÓN

El tiempo se había detenido. Mis días ya no se medían en ensayos de vals o en la planificación de una convención, sino en el peso de una decisión. Había mentido a mi madre. Le había dicho que iba a la biblioteca para estudiar, pero en realidad, iba a la estación de autobuses. La dirección de mi padre, el fantasma de mi pasado, ardía en mi bolsillo. Sabía que no podía seguir huyendo.

El viaje en autobús fue largo, y cada kilómetro que me alejaba de mi casa era un kilómetro que me acercaba a la verdad. La ciudad era pequeña y tranquila, con casas de madera y un olor a sal. El mar estaba cerca. Y mi padre, también.

Cuando llegué a su casa, el corazón se me salió del pecho. Era una casa de dos pisos, con un jardín lleno de flores de colores. Una niña, de unos siete años, jugaba en el jardín con un perro. Era mi media hermana. Se parecía a mí. Tenía el mismo cabello castaño, los mismos ojos grandes y el mismo tipo de sonrisa. Me pregunté si él la había abandonado, como me había abandonado a mí.

Me quedé allí, observando, sin atreverme a tocar el timbre. La ira, el dolor, la tristeza... todo se mezcló en un torbellino de emociones. No quería ser una heroína de manga, quería ser una niña. Una niña que quería a su padre.

Mi mente me gritaba que huyera, que regresara a casa. Pero mi corazón me decía que me quedara. Que luchara. Que enfrentara esta situación de una vez por todas. La puerta se abrió, y una mujer me miró con curiosidad. Era la nueva esposa de mi padre.

"Hola", le dije, con una voz que no reconocí. "Soy Amanda. La hija de...". No pude terminar la frase. El hombre de la foto salió de la casa, y mi corazón se detuvo. Era él, mi padre. Había envejecido. Tenía canas en el cabello y arrugas en el rostro. Pero sus ojos... sus ojos eran los mismos que los míos.

Me miró sin reconocerme. Mi corazón se partió en mil pedazos. "Papá", susurré, y la palabra se sintió extraña en mi boca. El se quedó en shock, y yo, finalmente, me armé de valor para decir lo que tenía que decir, lo que había guardado durante años: -"Me dejaste. ¿Por qué?".

El silencio que siguió a mi pregunta fue más largo que el viaje en autobús. Mi padre me miró, y en sus ojos vi una mezcla de sorpresa, miedo y, por un instante, una tristeza que me hizo temblar. Él me miró como si fuera un fantasma de su pasado, un recuerdo que había querido enterrar.

Su nueva esposa, que se había quedado en la puerta, nos miró a los dos, y luego a la niña que seguía jugando en el jardín. Su expresión era de confusión y dolor. "Ricardo, ¿quién es?", le preguntó.

Mi padre, o Ricardo, como lo llamaba su esposa, se acercó a mí. Me llevó a un banco de madera que estaba en el jardín y se sentó a mi lado. La niña, su otra hija, se acercó a nosotros y nos miró con curiosidad.

"Amanda", dijo, y la palabra se sintió extraña en su boca. "Sé que tienes muchas preguntas. Y tienes derecho a tenerlas. Y quiero responderlas".

Habló durante horas. Me contó que me había dejado porque tenía miedo. Que él era un cobarde. Me dijo que era un hombre joven, sin dinero, sin futuro, y que la idea de ser un padre, de ser el sostén de una familia, lo había aterrorizado. Me dijo que en ese momento, la única forma de no hundirse era huir. Y que, a lo largo de los años, el miedo se había convertido en vergüenza. Vergüenza de que yo lo viera como un fracasado.

Me habló de su nueva vida, de su nueva familia. Me dijo que había sido un padre para su nueva hija, que la había criado con amor y dedicación. Que había superado sus miedos, pero que el fantasma de mi abandono nunca lo había dejado. Que cada día pensaba en mí, y que cada día se sentía culpable.

Escuché cada palabra, y sentí que la herida que había guardado en mi corazón por años se cerraba lentamente. El dolor no desaparecía, pero se transformaba en algo nuevo. Algo más cercano a la compasión.

"Te perdoné", le dije, y la palabra se sintió tan natural en mi boca. "No porque te lo merezcas, sino porque me lo merezco yo". Mi padre me miró, y las lágrimas se le escaparon. Me abrazó, y en ese abrazo, sentí que la niña que había sido abandonada finalmente estaba en casa. El camino a la madurez no había sido fácil, pero el viaje me había enseñado que el perdón era una forma de libertad. Y que en mi historia, el final feliz no vendría por sí solo. Tendría que luchar por él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.