El viaje de regreso a casa se sintió más corto. El peso en mi pecho se había aligerado. No había vuelto a ser una niña, pero había dejado de ser una adolescente llena de resentimiento. El aire en el autobús se sentía más fresco, y el sol que se colaba por la ventana se sentía más cálido. Ya no estaba huyendo de mi pasado; estaba caminando hacia mi futuro.
Llegué a casa y me abrí paso por la puerta principal. La casa estaba en silencio. Mis tías y mi prima ya se habían ido, y mi madre estaba en la cocina, tomando una taza de té. Me miró, y en sus ojos vi una pregunta silenciosa: ¿Lo encontraste?
No le dije nada. Solo la abracé. La abracé con todas mis fuerzas, y en ese abrazo, sentí que la herida que había guardado en mi corazón se cerraba por completo. Ella, sin preguntas, me devolvió el abrazo, y supo que había logrado lo que necesitaba.
“Fui a verlo”, le susurré en el oído. “Y lo perdoné”. Mi madre se quedó sin aliento. Me separó, y me miró a los ojos. Las lágrimas se le escaparon, y su rostro se iluminó con una sonrisa que no había visto en mucho tiempo.
Esa noche, me senté en la mesa de la cocina con mi madre y mi tío Mario, que había regresado a casa para ver cómo estaba. Les conté todo. Les conté sobre la nueva familia de mi padre, sobre la niña que se parecía a mí, y sobre la conversación que tuvimos. Les conté sobre el miedo, sobre la vergüenza y sobre el perdón.
Mi madre me escuchó con paciencia, y mi tío Mario asintió en silencio. Cuando terminé, mi madre me tomó la mano. “Amanda, estoy muy orgullosa de ti”, me dijo. “Eres la mujer más valiente que conozco. Y ahora, eres libre”.
No me había dado cuenta de lo que había logrado hasta ese momento. La Convención de Amanda había sido mi primera batalla, pero el viaje a la casa de mi padre había sido la verdadera guerra. Y la había ganado. Había confrontado a mi pasado, había perdonado a mi padre, y había regresado a casa como una nueva persona. No como una princesa, sino como una guerrera.