Mi viaje no había terminado. El perdón a mi padre había sido el cierre de un ciclo, pero la vida continuaba. Con una nueva perspectiva, volví a la rutina diaria, pero ahora, el mundo se veía diferente. Mi madre, con su amor incondicional, me había dado la libertad que necesitaba, y ahora yo sentía la responsabilidad de demostrarle que había valido la pena.
Unas semanas después de mi cumpleaños, mi madre se sentó a mi lado y me miró con una expresión seria. "Amanda, hay algo que necesito decirte", comenzó. "He recibido una oferta para una cátedra en la universidad. Es una oportunidad que no puedo dejar pasar, pero significa que tendré que viajar, y a veces, me ausentaré de casa".
Mi corazón se apretó. Mi madre era mi ancla, mi refugio. ¿Cómo iba a sobrevivir sin ella? Pero luego, la miré a los ojos y vi el brillo de la emoción, el mismo brillo que yo sentí cuando planeé la Convención de Amanda. Ella, al igual que yo, estaba a punto de emprender un nuevo viaje.
"Mamá, es tu sueño. Y las mujeres fuertes luchan por sus sueños", le dije, devolviéndole la lección que ella me había enseñado. Mi madre, en un acto de amor y confianza, me dio la llave de la casa. "Confío en ti, Amanda. Sé que puedes manejar esto. Ahora, eres la mujer de la casa".
No lo dudé ni un segundo. Acepté el reto. El primer paso para mi viaje a la madurez fue confrontar a mi padre. El segundo, era demostrarle a mi madre, y a mí misma, que había crecido. Ya no era la niña que se escondía del mundo, sino una mujer que estaba lista para afrontar el futuro.
La primera noche que mi madre se fue, la casa se sintió vacía. La soledad se apoderó de mí, y el silencio de las habitaciones me hizo darme cuenta de lo mucho que la necesitaba. Pero no dejé que la tristeza me ganara. La recordé a ella, fuerte, resiliente, luchando por sus sueños. Y supe que yo también podía hacerlo.
El siguiente paso en mi vida, no sería una fiesta, ni un viaje, sino una serie de decisiones que me convertirían en la mujer que estaba destinada a ser. El camino a la madurez era una batalla, y esta, era solo el comienzo.
La casa, que antes era un escenario de batallas por mi identidad, se había convertido en un lienzo en blanco. Mi madre se había ido en su primer viaje de trabajo, y yo, con la llave de la casa en mi bolsillo, me sentí como una heroína de manga a punto de emprender una nueva misión. No había villanos que vencer, ni superpoderes que dominar. Mi misión era más sutil, más profunda: madurar.