Los días se transformaron. Ya no eran una cuenta regresiva para una fiesta, sino una oportunidad para cumplir mis metas. Mi primer objetivo fue el más sencillo: el estudio. Mi tía Carmen tenía razón; el conocimiento era un arma poderosa. Me senté en mi escritorio y abrí los libros de texto que mi madre había dejado para mí. En lugar de verlos como una obligación, los vi como una misión. Como una guerrera que estudiaba el mapa antes de la batalla.
La segunda meta, ser una mejor hija, fue un poco más difícil. Mi madre me llamaba todas las noches para saber cómo estaba. “Mamá, la casa está limpia, hice la cena y lavé los platos. Y, para tu sorpresa, no he quemado nada”, le dije la primera noche que se fue. Ella se rio y me dijo que confiaba en mí. Sentí que la distancia entre nosotras se había acortado, y que la relación de madre e hija se había transformado en algo nuevo, algo más maduro, más cercano a la amistad.
La tercera meta, mi manga, fue la más gratificante. Mi lápiz se deslizó por el papel, y las escenas de mi vida cobraron vida. Dibujé a mi madre, mi tío, mis tías y mi prima. Dibujé la Convención de Amanda, con los dragones voladores y el camión de comida. Y, con un nudo en el estómago, dibujé la escena más difícil de todas: mi encuentro con mi padre. El manga se estaba convirtiendo en una especie de diario visual. Un reflejo de mi viaje.
La última meta, aceptar la vulnerabilidad, fue la más desafiante. Una tarde, mi prima Laura vino a la casa. Vio mis dibujos y me preguntó por qué había dibujado a mi padre. No mentí. Le conté todo. Le conté sobre mi viaje, sobre la conversación que tuvimos y sobre la herida que había sanado. Laura me escuchó en silencio, y cuando terminé, me abrazó. “Amanda, eres tan valiente. Yo también he tenido mis problemas, pero nunca me atreví a enfrentarlos”. Por primera vez, no la vi como una rival, sino como una aliada, y supe que la vulnerabilidad, la capacidad de mostrar mis miedos y mis heridas, era una forma de fortaleza.
Mis días pasaron así, en una danza de responsabilidades y autodescubrimiento. La niña que se escondía del mundo había desaparecido, y en su lugar, había una mujer joven que no le temía a su pasado ni a su futuro. Había perdonado a mi padre, había aceptado a mi madre y me había encontrado a mí misma. La Convención de Amanda había sido solo el comienzo. Mi verdadero viaje apenas estaba empezando.