“Una hermosa mañana de septiembre, Juan, de quince años, llevaba un árbol pequeño en sus brazos y lo plantó en una pradera. Cuando regresó a su hogar, su padre había fallecido, así que tuvieron que irse a vivir a otro pueblo, donde vivía la hermana de su madre.
Aquella tarde, Zulema que vivía en el pueblo que lindaba al de Juan, fue a pasear a la pradera y se encontró con un árbol pequeño que aparentaba estar muriéndose de sed. Entonces volvió a su casa y cargó un balde con agua. Volvió a la pradera y regó aquel árbol. Lo regó cada día de su vida.
Quince años después, Juan regresó a la pradera y se encontró con un árbol inmenso del cual colgaban rojas y tentadoras manzanas. Tomó una fruta y se sentó bajo la sombra del árbol a disfrutar. Unos minutos después apareció Zulema cargando un balde con agua. Cuando Juan la vio se levantó y la ayudó a verter el agua en la base del manzano.
-Gracias por haber cuidado de él – le dijo el joven a la muchacha. – Yo fui quién lo plantó.
Y a partir de allí comenzó entre ellos una hermosa amistad que terminó en un noviazgo y finalmente en un matrimonio. Juan y Zulema tuvieron hijos. Cada tarde los llevaban al gran manzano y los niños corrían alrededor del árbol riendo. Esto se repitió por varias generaciones demostrando que toda labor tiene su fruto.”