Anelix yacía en una cama de hospital, con el suave sonido de las máquinas monitoreando su estado. Su cuerpo descansaba, pero su mente no encontraba paz. Los recuerdos la asaltaban sin tregua, llegando como un torrente imparable. Cada imagen, cada fragmento de su pasado, surgía de la oscuridad y la inundaba con una intensidad insoportable. Eran demasiados, demasiado rápidos, sin dar espacio a respirar o procesar lo que estaba viendo.
Revivía momentos de su infancia, rostros familiares que creía haber olvidado, fragmentos de conversaciones con Antony, imágenes de su hija Sofía riendo y jugando. Pero entre todos esos recuerdos dulces y simples, otros la estremecían: el accidente, los rostros de extraños en la sombra, fragmentos oscuros que no lograba entender por completo. Su corazón latía con fuerza, mientras su mente luchaba por comprender.
Cada segundo que pasaba, la sensación de pérdida y confusión aumentaba. Se sentía atrapada en un ciclo interminable de recuerdos fragmentados que no podía controlar. El esfuerzo de procesarlos la debilitaba. A pesar de que sus ojos seguían cerrados, Anelix era consciente del caos interno, y sentía cómo su cuerpo se rendía ante el peso de todo lo que estaba sucediendo.
De repente, su conciencia se desvaneció. Otro desmayo, otra caída en la oscuridad.
Pero al despertar, un nuevo recuerdo se sumaba a su conciencia, uniendo piezas que no lograba acomodar. Los rostros de Antony, Cassius y Sofía se entrelazaban de formas inquietantes en su mente. Algo le decía que las respuestas estaban ahí, pero cada vez que intentaba aferrarse a un fragmento, este se esfumaba como un espejismo.
Desesperada, solo pudo dejarse llevar una vez más por el abismo de sus propios recuerdos.
.....
De vuelta al pasado, el día de la boda fue un evento digno de cuentos de hadas. La ceremonia tuvo lugar en una elegante iglesia, adornada con flores blancas y doradas. Los amigos de la oficina, Alfred y María, habían ayudado a organizar cada detalle, asegurándose de que todo fuera perfecto. Alfred, en particular, se ocupó de que la música y la decoración estuvieran a la altura del evento.
Rebeca, una de las hermanas de Anelix, hizo su entrada en la boda con su característico aire caprichoso y desinhibido. Su vestido vibrante y su actitud despreocupada contrastaban con la formalidad del evento. Parecía que, para ella, cualquier ocasión era una oportunidad para hacer una declaración.
“Vaya que esta boda es extravagante”, comentó Rebeca, examinando el lugar con una sonrisa juguetona. “Creí que mi hermanita optaría por algo más íntimo”.
María, quien ya sabía de la llegada de Rebeca, la observó mientras ajustaba un arreglo floral a su lado.
“No es extravagante, es perfecta”, respondió María con una sonrisa tranquila. “Además, Anelix quería algo pequeño, pero su padre la convenció de todo esto”.
Rebeca soltó una ligera risa, como si el comentario no le sorprendiera en absoluto.
“No esperaba menos de mi padre”, dijo con un tono irónico. “Bueno, al menos el dinero que tenemos sirve para algo”.
María asintió, pero sus ojos se fijaron en Alfred al otro lado de la sala, dirigiendo las últimas instrucciones para los organizadores.
“Aunque, en realidad, la mayor parte del crédito se lo debe llevar Alfred”, dijo María, señalándolo, “es él quien ha hecho que todo esto salga perfecto”.
Los ojos de Rebeca siguieron la dirección que señalaba María, sorprendida por lo que veía. Alfred, alto, masculino, un poco tímido tal vez, y con una presencia que no pasaba desapercibida, era justo del tipo que capturaba su atención.
“Parece que tienes razón”, dijo Rebeca con un destello pícaro en los ojos. “Deberías presentármelo. Creo que merece un agradecimiento adecuado por todo su esfuerzo”.
María, sonriendo ante la iniciativa de Rebeca, llamó a Alfred.
“Alfred, ven, por favor. Quiero presentarte a la hermana de Anelix”.
Alfred se acercó con su habitual compostura, pero al ver a Rebeca, quien le sonreía con un toque de descaro, su rostro mostró una leve sorpresa y rigidez.
“Es un placer, señorita...”, dijo Alfred, extendiendo la mano, aunque claramente no sabía su nombre.
Rebeca, sin esperar a que él lo adivinara, tomó su mano con un gesto insinuante.
“Rebeca”, dijo ella, su voz acariciando cada sílaba. “El placer es todo mío, señor Alfred”.
Alfred, visiblemente incómodo, retiró su mano con suavidad, sin saber cómo manejar la situación.
“Un gusto...”, murmuró él con cierta timidez. “Encantado”.
Rebeca, sin embargo, parecía disfrutar verlo así: “¿Te importaría si te acompañara a la mesa de bebidas?”, preguntó con una sonrisa coqueta.
Alfred, aunque sorprendido, no pudo rechazar la petición de manera educada. Después de todo, era la hermana de Anelix, y futura cuñada de su jefe.
“Claro, señorita Rebeca...”, dijo, sin saber cómo negarse.
Rebeca soltó una carcajada encantadora: “´Señorita´, jajaja, qué caballero. Hace mucho que no me llaman así. Pero, por favor, puedes llamarme solo Rebeca”.
Alfred intentó mantener su compostura, pero no pudo evitar sentirse algo incómodo ante la atención de Rebeca. Sin embargo, hizo un esfuerzo por seguir el protocolo de cordialidad.
“Como prefiera, Re..beca”.
María, al notar la tensión que comenzaba a formarse entre ambos, decidió apartarse.
“Bueno, yo los dejo. Tengo que ir con la novia”, dijo con una sonrisa, alejándose mientras Rebeca y Alfred se dirigían a la mesa de bebidas.
Mientras caminaban, Rebeca no dejó de observarlo de reojo. Alfred, aunque algo nervioso, mantenía una expresión serena. Sin embargo, Rebeca estaba decidida a no dejarlo escapar tan fácilmente.
......
El vestido de Anelix era como sacado de un sueño. Un diseño exquisito y delicado, hecho de fina seda blanca con bordados en encaje que recorrían todo el corpiño ajustado, resaltando su esbelta figura. La falda caía con gracia en varias capas suaves de tul, cada una flotando con una ligereza casi etérea, y formaba una pequeña cola que parecía danzar al ritmo de sus pasos. Los hombros estaban delicadamente cubiertos con un encaje transparente, dejando entrever su piel, mientras un escote en forma de corazón le daba un toque elegante y romántico. El vestido brillaba con pequeñas perlas cosidas a mano que reflejaban la luz de la habitación, como si estrellas diminutas se hubieran posado sobre ella. El velo, largo y vaporoso, estaba delicadamente sujeto en su cabello, que caía en suaves ondas sobre su espalda.