Alfred estaba en su oficina, concentrado en su trabajo, cuando su teléfono comenzó a vibrar insistentemente sobre el escritorio. Con un suspiro frustrado, lo tomó y lo puso en silencio sin siquiera mirar la pantalla. A su lado, María, lo observaba con curiosidad.
“Parece que te necesitan con urgencia, Alfred”, dijo María, notando cómo la luz del teléfono seguía parpadeando. “No dejan de llamarte, ¿por qué no contestas?”
“No es importante”, respondió él, sin levantar la vista de su computadora.
María frunció el ceño, claramente desconcertada por la actitud de Alfred. Normalmente, él no era el tipo de persona que ignoraba llamadas, especialmente si eran insistentes. Sin poder evitarlo, volvió a insistir.
“¿Seguro? La verdad no lo parece”.
Alfred, irritado por la insistencia, apretó los puños sobre el teclado antes de ceder. Tomó el teléfono de nuevo y respondió con brusquedad:
“¡Ya deja de llamarme! Estoy trabajando, ¿no lo entiendes?”
Una risa suave y sarcástica resonó del otro lado de la línea.
“No creo que no puedas contestar una simple llamada”, respondió una voz femenina, su tono juguetón pero firme. “¿Me estás ignorando, Alfred?”
Alfred se quedó en silencio un segundo, apretando la mandíbula.
“Por favor, Rebeca”, dijo con cansancio, “no estoy de humor para esto”.
“Oh, Alfred”, continuó Rebeca, sin prestar atención a su tono. “Te dejaré tranquilo cuando aceptes cenar conmigo... ¿qué tal esta noche?”
Alfred sentía que sus días se acortaban con esta mujer.
“Te dije que no”, respondió Alfred de manera firme, mirando de reojo a María, que estaba escuchando con curiosidad.
Rebeca no pareció afectarse por el rechazo.
“Te estaré esperando afuera cuando salgas, no tardes mucho. Bye”.
Antes de que pudiera replicar, Rebeca colgó. Alfred dejó el teléfono sobre la mesa con un gesto de frustración, frotándose el puente de la nariz con exasperación.
“Vaya, nunca te había visto tan enojado”, comentó María, alzando una ceja. “Esa Rebeca... ¿es la Rebeca que creo que es?”
Alfred asintió, cruzando los brazos mientras miraba al suelo, claramente irritado.
“Sí, pero no le digas a nadie, especialmente a Anelix. No quiero que esto se vuelva más serio de lo que realmente es”.
María sonrió con un toque de diversión en sus ojos.
“Puedo guardar tu secreto, Alfred, pero... cuéntame todo. No puedes dejarme fuera después de esto”.
Alfred suspiró pesadamente, sabiendo que María no lo dejaría en paz.
“Esta mujer no me deja en paz, María”, empezó, apoyándose en el escritorio. “Me llama constantemente, me acosa, aparece en mi casa sin permiso... He hecho todo lo posible para que se enoje, pero nada funciona. Nada de lo que hago parece molestarla, es tan frustrante”.
“Eso suena... intenso”, comentó María, aunque en su rostro se reflejaba algo de diversión.
“Intenso es poco decir. Es como si tuviera todo el tiempo del mundo para atormentarme. Y no solo eso, tiene toda mi información personal, ¡como si fuera una gánster!”
María lo miró con una mezcla de compasión y diversión.
“Vaya problema... pero, si ya has intentado todo, ¿por qué no... dejarlo ser?”
Alfred la miró confundido: “¿Qué quieres decir con ´dejarlo ser´?”
“Si no puedes con tu enemigo, únete a él”, dijo María, encogiéndose de hombros. “Solo sigue su juego por un tiempo, dale una oportunidad. Quizás no sea tan malo como parece”.
Alfred la miró como si estuviera loca.
“¿Tú crees?”, preguntó, sin poder creer lo que escuchaba. “¡Rebeca no es como cualquier otra persona! Tiene acceso a todos mis datos, sabe dónde vivo... Es intimidante. No puedo simplemente fingir que me agrada”.
María se rió suavemente.
“Bueno... tal vez esa es su forma de expresar amor, ¿quién sabe? Puede que solo necesite... ¿cómo decirlo? Uh... Un poco de atención”.
Alfred negó con la cabeza, suspirando.
“Va a volverme loco, te lo juro”, murmuró, pasándose una mano por el cabello, claramente preocupado por lo que vendría después.
“No lo sé, Alfred”, dijo María con una sonrisa. “Tal vez Rebeca solo está acostumbrada a conseguir lo que quiere, y en este caso, parece que te quiere a ti”.
“Ese es el problema”, respondió él, rodando los ojos. “No soy el tipo de persona que le gusta... todo este juego de poder. No me interesa”.
María le dio una pequeña palmada en el hombro.
“Bueno, entonces será mejor que encuentres una solución pronto, o te la encontrarás afuera de la oficina todas las noches”.
Rebeca esperaba en su lujoso auto con la elegancia imponente que la caracterizaba. Aquella noche se había esmerado más de lo habitual: su vestido rojo ceñido al cuerpo destacaba cada curva, y sus tacones altos resonaban con una fuerza seductora y peligrosa a la vez. Su cabello, suelto en ondas perfectas, caía sobre sus hombros, mientras que sus labios rojos resaltaban su belleza con una intensidad casi desafiante. Había algo en su presencia que atraía todas las miradas, incluso de aquellos que intentaban resistirse. Alfred no era inmune a ello.
Cuando él salió del edificio, cansado y con los pensamientos dispersos, la vio acercarse con determinación. Rebeca, a pesar de su intensidad habitual, lograba hacer que sus movimientos fueran gráciles, casi hipnotizantes. Alfred la observó un momento más de lo que había planeado; sabía que ella era hermosa, pero hoy parecía irradiar algo distinto, una seguridad abrumadora que lo dejó sin palabras por un instante.
“Tardaste un poco más de lo habitual”, dijo ella con una sonrisa traviesa, inclinándose ligeramente hacia él.
Alfred la miró, aún algo sorprendido, pero rápidamente se recompuso. Siempre intentaba mantenerse distante, pero Rebeca tenía una habilidad especial para desconcertarlo, aunque él odiara admitirlo.
“¿No es muy molesto esperarme siempre?”, preguntó, intentando sonar casual. “¿No tienes trabajo o algo más que hacer?”