Rebeca sonreía de manera enigmática mientras tomaba pequeños bocados de su pastel, sin decir una palabra. El silencio era pesado, cargado de tensiones no resueltas. Alfred, incómodo, decidió romperlo, aunque no estaba seguro de cómo abordar el tema que lo agobiaba.
“Hoy...”, empezó, vacilante, “¿por qué te vestiste de esa manera?”
Rebeca levantó la mirada, claramente desconcertada por la pregunta.
“¿Ah?”, respondió con una leve sonrisa. “Es solo un vestido. Se me antojó usarlo, nada más. No tiene ningún significado especial”.
Alfred asintió lentamente, aunque no terminaba de creerle del todo. Algo en su mente le decía que había más detrás de esa elección, pero no tenía energías para profundizar en ello.
“Entiendo...”, murmuró. Hubo una pausa incómoda antes de que él se animara a seguir. “Rebeca...”
Las palabras luchaban por salir. Finalmente, suspiró, sabiendo que necesitaba decirlo, aunque no fuera lo que ella quería oír.
“¿Podrías... por favor... dejar de acosarme?”, pidió con franqueza, su voz cargada de cansancio. “Estás empezando a afectar mi trabajo. No puedo con tanta presión”.
Por un instante, Rebeca se quedó en silencio, sus ojos parpadeando rápidamente como si las palabras de Alfred hubieran roto algo dentro de ella. Luego, con una voz inusualmente suave y tímida —una rareza en ella—, susurró: “Pero... si solo quiero estar contigo. Ya lo sabes, ¿verdad?... Tú me gustas... mucho”.
El tono vulnerable en su voz no era propio de la Rebeca que Alfred conocía. Parecía una faceta diferente de ella, una que nunca había mostrado antes. Sin embargo, Alfred no pudo evitar sentirse escéptico. Estaba convencido de que todo era una actuación más, otro truco para mantenerlo atrapado en su red.
“No finjas”, replicó con frialdad, apartando la mirada. “Pronto perderás el interés. Es solo cuestión de tiempo”.
Rebeca lo miró fijamente, herida por la dureza de sus palabras. Pero no se rindió.
“No es simple interés, Alfred...”, insistió, su voz quebrándose levemente. “De verdad me gustas. Esto es real para mí”.
Alfred ya no podía soportarlo más. El estrés acumulado, sumado a un mal día, hizo que sus emociones finalmente explotaran.
“¡Deja de jugar!”, gritó, poniéndose de pie de golpe. “Estás arruinando mi vida, ¡basta ya!”
Rebeca lo observó, atónita y herida, pero antes de que pudiera decir algo más, Alfred ya había dado media vuelta y se dirigía hacia la salida. Ella, aún desconcertada, se levantó apresuradamente y fue tras él.
“¡No te vayas!”, suplicó, tratando de alcanzarlo. “Aún no hemos terminado el postre...”
“No me importa el maldito postre”, respondió él sin volverse. “Me voy”.
Alfred llegó al ascensor y presionó el botón con desesperación, pero el tiempo parecía detenerse mientras la máquina tardaba en responder. Con una exhalación exasperada, decidió tomar las escaleras. Rebeca, sin dudarlo un segundo, lo siguió, bajaba las escaleras apresuradamente detrás de Alfred, sus tacones resonando en el silencio de la escalera. Aunque estaba acostumbrada a ser el centro de atención y que las cosas siempre salieran a su favor, esa noche se sentía desesperada. No entendía por qué Alfred la rechazaba tan intensamente, a pesar de que estaba haciendo todo lo posible para acercarse a él.
“¡Alfred, espera!”, gritó, intentando alcanzarlo. “No puedes simplemente marcharte así”.
Alfred apenas la escuchaba. Su mente estaba envuelta en la rabia y el agotamiento. Había tenido un día largo y estresante, y lo último que necesitaba era más presión de Rebeca. Se sentía atrapado, como si no hubiera manera de escapar de su constante presencia.
Cuando llegaron a la planta baja, Alfred salió a la calle, respirando el aire fresco de la noche como si intentara calmarse. Rebeca lo alcanzó poco después, jadeando ligeramente. Se detuvo justo frente a él, bloqueando su camino.
“¿Por qué sigues haciendo esto?”, preguntó Alfred, mirándola con una mezcla de frustración y cansancio. “¿Por qué insistes tanto? Ya te lo he dicho, no estoy interesado en este juego”.
Rebeca lo miró fijamente, sus ojos reflejando una mezcla de emociones. Era raro verla vulnerable, pero esa noche algo en ella se quebraba. Era como si toda la confianza que siempre llevaba como armadura se desmoronara frente a Alfred.
“No es un juego para mí, Alfred”, dijo con voz suave. “Sé que lo parece, sé que actúo de una manera intensa y que te pongo bajo presión, pero no estoy jugando contigo. De verdad... me gustas”.
Alfred la miró incrédulo. Había escuchado esas palabras antes, pero esta vez su tono era diferente. Se sentía más genuino, más auténtico, pero él no estaba seguro de poder confiar en ella. Había visto demasiadas veces cómo jugaba con las personas, cómo manipulaba las situaciones para obtener lo que quería.
“No sé si puedo creerte”, respondió finalmente. “Desde el principio has sido insistente, manipuladora. No puedo lidiar con eso en este momento. Mi vida ya es bastante complicada”.
Rebeca dio un paso adelante, sin apartar la mirada de él. Parecía dispuesta a pelear hasta el final, a no rendirse.
“¿Por qué crees que no puedo ser sincera?”, preguntó, con una pequeña sonrisa triste. “¿Es tan difícil pensar que una mujer como yo pueda enamorarse de un hombre como tú?”
Toda esta conversación pasaba mientras caminaban, Alfred no se había detenido ni por un momento y ya estaban alejados del hotel.
“No se trata de eso, Rebeca”, respondió Alfred, negando con la cabeza. “No es sobre ti, ni sobre cómo te ves o quién eres. Es sobre cómo me haces sentir. Me siento agobiado, invadido. No me das espacio para respirar, para ser yo mismo”.
Rebeca se quedó en silencio por un momento, procesando sus palabras. Sabía que había sido intensa, que lo había acosado de manera constante, pero no se había dado cuenta de cuánto lo afectaba.
“Lo siento”, dijo finalmente, susurrando. “Nunca quise hacerte sentir así. No me había dado cuenta... Solo pensé que si insistía lo suficiente, eventualmente sentirías lo mismo por mí”.