El mar de los recuerdos perdidos

Capítulo 40. Corazón y cuerpo como uno 

Con el objetivo de Rebeca cumplido, ya no había razón para seguir en la fiesta. Giró hacia Alfred con una sonrisa de alivio.

“Bueno, creo que ya podemos irnos”, dijo.

Alfred asintió, agradecido por la salida. El ambiente en el salón lo había estado sofocando con su pompa y superficialidad. Sin embargo, antes de que pudieran avanzar, un grupo de hombres se acercó a Rebeca, sus sonrisas altivas y confiadas.

“¿A dónde vas, Rebeca?”, dijo uno de ellos, con una mueca burlona. “La fiesta apenas empieza”.

Rebeca frunció el ceño: “Tengo asuntos que atender, Roger”.

Otro de los hombres, de mirada lasciva, se acercó más: “Vamos, cariño, ¿por qué tan seria hoy?”, dijo con tono sarcástico, y luego miró despectivamente a Alfred. “¿Y quién es este?”

“Es un amigo”, respondió Rebeca, tajante. “Ya nos vamos”.

Roger soltó una carcajada burlona, escudriñando a Alfred de arriba a abajo. “¿Ahora sales con este? No hablas en serio... Mira su ropa, ni siquiera tiene marca. Parece sacado de una tienda de rebajas”.

Rebeca se enfureció, el color subiendo a sus mejillas: “Con quién ande no es asunto tuyo ni de nadie más”, espetó, sus palabras llenas de veneno. “Y para tu información, este hombre es mil veces mejor que cualquiera de ustedes, con sus trajes caros y su arrogancia barata”.

Agarró a Alfred del brazo, jalándolo con decisión fuera del salón. Alfred no opuso resistencia, aunque podía sentir la rabia que emanaba de ella. Estaba sorprendido por la intensidad de sus palabras, pero permaneció en silencio mientras descendían las escaleras. El eco de sus pasos resonaba en el vestíbulo del hotel.

Una vez fuera del salón, Rebeca soltó un suspiro frustrado, todavía furiosa.

“Lo siento, Alfred. No esperaba que esos imbéciles dijeran algo así. De verdad no me importa si eres rico o no, si tienes poder o no”, dijo, su voz llena de sinceridad. “Pero esos malnacidos... cómo se atreven a ofenderte. Debí haberles dado una lección”. Luego, Miró su ropa con afecto. “Ese traje que llevas es uno de los que mejor te queda, y a mí me encanta”.

Alfred, todavía en silencio, bajó las escaleras sin mirarla. Rebeca lo siguió de cerca, mordiéndose el labio, temiendo que él estuviera molesto con ella de nuevo.

“No les prestes atención”, le dijo, con un tono más suave. “Son niños mimados que no saben lo que dicen. No tienen ni idea de lo que vales, Alfred”.

Él se detuvo por un momento, girando hacia ella. Sus ojos mostraban una mezcla de pensamientos.

“No estoy enfadado contigo, Rebeca,” dijo finalmente Alfred, su voz calma pero cargada de algo más profundo. “Es solo que... realmente no esperaba esa reacción de ti”

Rebeca lo miró, sorprendida por la serenidad en sus palabras. Había asumido que él estaría molesto, pero su tono indicaba lo contrario.

“¿De verdad no estás enojado conmigo?”, preguntó, con una mezcla de alivio y duda en su voz.

Alfred la miró directamente a los ojos, un destello de sinceridad atravesando su expresión habitual de seriedad.

“Es todo lo contrario”, respondió, sonriendo suavemente. “Tus acciones me han dejado claro que realmente te importo. Y he estado pensando... creo que es hora de darte una respuesta”.

El corazón de Rebeca se aceleró. Aunque sus palabras parecían positivas, el miedo se coló en su pecho, temiendo que Alfred simplemente estuviera siendo amable debido a lo que ocurrió en la fiesta. Se mordió el labio, insegura.

“Está bien... no tienes que apresurarte”. Intentó mantener la compostura, pero su voz delataba su ansiedad. “Puedes tomarte más tiempo si lo necesitas”

Alfred sacudió la cabeza, su mirada firme y decidida.

“Pero yo quiero que sea ahora”, dijo con convicción.

Rebeca sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago. Había imaginado este momento muchas veces, pero ahora, frente a él, el miedo al rechazo se hacía abrumador.

“Si... si me vas a rechazar... por favor, no me digas cosas bonitas como que soy una buena mujer o que me merezco algo mejor. No podría soportarlo”

Alfred soltó una carcajada, una risa tan fuerte y genuina que Rebeca quedó atónita. Nunca lo había visto reír así, con una calidez que parecía borrar todas las tensiones del momento.

“¿Dije algo gracioso?”, preguntó ella, un poco desconcertada, mientras lo miraba con curiosidad.

Alfred se secó una lágrima de la risa y la miró con ternura.

“¿Qué pasaría si te dijera que no voy a rechazarte?”, dijo, inclinándose hacia ella. “¿Tampoco te digo palabras lindas?”.

Rebeca se quedó en silencio, completamente muda. No sabía cómo reaccionar ante esas palabras. Su cerebro intentaba procesar lo que acababa de escuchar, pero las emociones la tenían atrapada.

“Has sido... realmente una persona insoportable muchas veces”, continuó Alfred, con una pequeña sonrisa en los labios. “Me has acosado, me has molestado, me has enfadado más veces de las que puedo contar... Has hecho todo lo que más me irrita”.

Alfred sonrió viendo el rostro lleno de miedo de Rebeca. Continuó: “Pero, en ese proceso, he llegado a ver algo más en ti. He visto tu honestidad, tu valentía, tu esfuerzo incansable. Poco a poco, te fuiste ganando mi respeto, y ahora... si estás dispuesta a aceptar a un hombre aburrido y sencillo como yo, no veo por qué no deberíamos estar juntos”

Rebeca lo miraba como si estuviera en shock, sin poder creer lo que estaba oyendo.

“¿Hablas en serio?”, susurró, su voz temblorosa mientras las lágrimas empezaban a llenar sus ojos.

Alfred asintió, acercándose un poco más, mirándola con una mezcla de afecto y seguridad.

“Rebeca, me he enamorado de ti”, dijo con suavidad. “Me gustas... y quiero estar contigo. ¿Quieres salir conmigo?”

La respuesta de Rebeca no llegó en palabras, al menos no de inmediato. Sus lágrimas comenzaron a caer, una tras otra, mientras se daba cuenta de que todo su esfuerzo, todas las luchas internas y externas, habían dado frutos. Las emociones la abrumaron y no pudo contener las lágrimas de alegría, de alivio, de incredulidad.




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