El ambiente en la pequeña oficina estaba cargado de tensión. María y Alfred se miraban con nerviosismo, intercambiando miradas incómodas mientras el teléfono permanecía sobre la mesa, como si fuera una bomba a punto de estallar. Cada segundo que pasaba hacía que el silencio pesara aún más, y ambos sabían que alguien tenía que hacer algo.
“Alfred, no puedo hacerlo”..., dijo María, con las manos apretadas nerviosamente contra su falda. “Dijiste que lo harías tú”.
“No me mires así”, replicó Alfred, levantando las manos en defensa. “No puedo ser yo el que llame, eres mujer... será más suave contigo. Sabes cómo se pone Erick si se le interrumpe”.
María suspiró, su nerviosismo no la abandonaba. “Pero da mucho miedo”, susurró, como si al decirlo en voz alta ese miedo se volviera real y tangible.
“Entonces, ¿prefieres llamar al vicepresidente?”, respondió Alfred, irritado. “Ni siquiera tenemos su número personal. Erick es nuestra mejor opción, créeme”.
“No me presiones”, replicó ella, frustrada. “Prefiero hablar con Erick. Es más... accesible. El vicepresidente es mucho peor”.
“Entonces, ¿qué estás esperando?”, insistió Alfred, empujando suavemente el teléfono hacia ella.
“¡No me presiones!”, repitió, sus manos temblaban mientras miraba el teléfono como si fuera un animal al acecho. “Necesito prepararme mentalmente”.
Alfred, impaciente, rodó los ojos y tomó el teléfono, marcando el número de Erick desde el teléfono de María.
“Así no llamarás nunca. Solo... háblale”, dijo mientras le pasaba el teléfono a María.
“¡Alfred, espera! No estoy lista”. María agarró el teléfono con nerviosismo mientras su corazón martillaba en su pecho. Por dentro, rogaba que Erick no contestara, pero entonces, la voz familiar respondió al otro lado de la línea.
“¿Diga?”
María tragó saliva, sintiéndose atrapada. “Ehh... ah... hola señor Erick”, dijo finalmente. “Es María, de la oficina...”
“Sí, ¿qué sucede?”, preguntó Erick con tono directo, algo seco.
María se obligó a seguir hablando, aunque su voz temblaba ligeramente. “Bueno... la cuestión es...”, hizo una pausa, insegura. “Tal vez no debería entrometerme, pero... Anelix ha estado muy mal últimamente...”, dudó por un segundo, antes de soltarlo de una vez. “Isabel la ha estado forzando demasiado. Creo que pronto colapsará si sigue así... tal vez el vicepresidente pueda llamarla... y hacer que descanse un poco”.
Hubo un breve silencio al otro lado del teléfono, el cual hizo que María se tensara aún más. Finalmente, Erick respondió.
“Se lo comentaré”, dijo en un tono neutral, que no revelaba mucho.
Antes de que María pudiera decir algo más, escuchó el "clic" de la llamada cortándose. Lo miró incrédula por un momento antes de dejar caer el teléfono sobre la mesa, suspirando pesadamente.
“¿Y bien? ¿Qué dijo?”, preguntó Alfred
“Dijo que pasaría el mensaje”, replicó María, encogiéndose de hombros.
“¿Solo eso?”, dijo Alfred, frunciendo el ceño con cierta insatisfacción.
“Bueno... ¿qué más podría decir? Lo importante es que lo intentamos”, dijo María, tratando de convencerse a sí misma más que a él.
Ambos intercambiaron miradas, aún preocupados, pero sabían que al menos habían hecho lo que estaba en sus manos. Ahora todo dependía de Erick... y del vicepresidente.
....
Anelix había ignorado las señales de advertencia de su cuerpo durante días. El cansancio constante, los mareos repentinos, y las náuseas persistentes la asediaban, pero ella se había forzado a continuar. Isabel la había estado presionando cada vez más, y aunque Alfred y María la animaban a tomar un descanso, Anelix no quería mostrarse débil.
Una tarde, mientras revisaba unos documentos importantes en su oficina, todo se volvió borroso. Sus manos temblaban mientras intentaba enfocarse en las palabras en el papel, pero su visión se nublaba. Sintió un fuerte vértigo, y el mundo pareció inclinarse a su alrededor.
“No... puede ser... no ahora...”, murmuró, llevándose una mano a la frente.
Antes de que pudiera reaccionar, sus piernas fallaron. Sintió como si el suelo se moviera bajo ella, y todo se volvió oscuro. El ruido de los papeles deslizándose por el escritorio y el fuerte golpe de su cuerpo al caer al suelo resonó en la habitación.
María, que estaba en el pasillo, escuchó el ruido y corrió hacia la oficina, seguida de Alfred. Al entrar, vio a Anelix tirada en el suelo, inmóvil.
“¡Anelix!”, gritó María, corriendo hacia ella, mientras Alfred se apresuraba detrás.
Alfred gritó: “¡Llama a una ambulancia!”, mientras se arrodillaba junto a Anelix, intentando despertarla. “¡Rápido, María!”
María, temblando, sacó su teléfono con manos temblorosas y marcó el número de emergencias, explicando la situación lo mejor que pudo mientras intentaba mantener la calma.
Momentos después, llegaron los paramédicos. Anelix fue trasladada de inmediato al hospital, con María y Alfred a su lado, ambos sumidos en una mezcla de miedo y preocupación.
Cuando Anelix finalmente abrió los ojos, la luz blanca del hospital la cegó momentáneamente. Parpadeó varias veces, tratando de orientarse. Su mente aún estaba nebulosa, pero lo primero que vio fue a Antony sentado a su lado, con una expresión de preocupación intensa. Él tomó su mano suavemente, sus ojos oscuros llenos de una mezcla de alivio y ansiedad.
“¿Antony...?”, preguntó débilmente, su voz apenas un susurro. “¿Por qué estás aquí?”
Antony apretó su mano, inclinándose un poco más cerca: “Volví antes”, dijo en voz baja. “Estaba preocupado por ti. No podía quitarme la sensación de que algo andaba mal cuando Erick me comentó la situación. Y cuando me enteré de que habías colapsado... vine tan rápido como pude”.
Los ojos de Anelix se llenaron de lágrimas de alivio, y su corazón se apretó al ver a Antony tan afectado por su condición.
“No debiste preocuparte tanto... estoy bien”, dijo ella, aunque en su interior sabía que su cuerpo la había estado traicionando.