Anelix despertó de golpe, su respiración agitada, el sudor perlaba su frente y empapaba su cuerpo. Durante unos segundos, el entorno le pareció ajeno, extraño, mientras su mente intentaba ubicarse. La habitación desconocida que la rodeaba la desconcertó, pero en cuanto sus pensamientos comenzaron a asentarse, lo recordó todo: después de haberse alejado de Antony la noche anterior, decidió quedarse en la casa de Cassius. Fue una decisión impulsada por la necesidad de escapar, pero el consuelo que buscaba no llegó. La noche estuvo plagada de sombras del pasado, recuerdos que emergían sin tregua, envolviéndola en una tormenta emocional.
Las discusiones con Isabel, la noticia inesperada de su embarazo, y luego el nacimiento de su adorada Sofía. Su corazón se llenó de calidez al recordar esos primeros momentos con su hija: la alegría indescriptible de sostenerla en sus brazos por primera vez, el día en que balbuceó sus primeras palabras, los pasos titubeantes que dieron origen a una nueva etapa en sus vidas. Aquellos recuerdos, tan intensos, tan vívidos, la golpearon con fuerza. Demasiadas emociones se arremolinaban en su interior, y sentía que su mente estaba al borde del colapso.
De repente, Cassius entró en la habitación, interrumpiendo la maraña de pensamientos que la mantenía atrapada. Llevaba una bandeja con el desayuno, el aroma a café y pan fresco impregnando el aire.
“¿Cómo te sientes?”, preguntó, su voz suave y llena de preocupación, mientras depositaba la bandeja sobre la mesita de noche.
Anelix levantó la mirada hacia él, sus ojos aún turbados por las emociones que seguían agolpándose en su mente: “Yo... no me siento bien”, admitió en un susurro, casi avergonzada de su propia vulnerabilidad.
Cassius frunció el ceño, claramente preocupado: “¿Qué tienes? ¿Debería llamar al médico?”
Ella negó con la cabeza, intentando recomponerse.
“No es necesario. Solo... necesito tomar un baño y despejarme un poco. ¿Podrías dejarme sola un momento?”
“Por supuesto”, respondió Cassius con un tono comprensivo, aunque su mirada seguía reflejando inquietud. Te dejaré el desayuno aquí. Por favor, asegúrate de comer algo. Volveré más tarde, para la hora del almuerzo. Tengo que trabajar un poco.
Anelix asintió, agradecida por su discreción. Mientras Cassius salía de la habitación, ella permaneció inmóvil por un momento, sus pensamientos todavía dispersos como fragmentos de un espejo roto. La imagen de Sofía seguía anclada en su mente, el recuerdo de esos momentos de felicidad que parecían ahora tan distantes, pero que a la vez la llenaban de fuerza. Se levantó lentamente, decidida a enfrentar el torbellino que giraba en su interior, consciente de que tenía que reconstruir esos fragmentos, paso a paso.
Anelix, sintiéndose aún agitada por la montaña rusa emocional que había atravesado, tomó su teléfono. Necesitaba a alguien con quien hablar, alguien que le brindara un respiro y la distrajera de sus pensamientos. Sabía exactamente a quién llamar. Marcó el número de Rebeca con dedos temblorosos.
“Rebeca, ¿puedes venir a la casa de Cassius?”, dijo Anelix rápidamente, con la voz teñida de urgencia.
Rebeca, con su tono relajado de siempre, respondió: “Justo estaba por llamarte. Cassius me dijo que te quedarías con él de la nada y que pasaría por algunas de tus cosas”.
“Sí, es una larga historia”, respondió Anelix, suspirando. “¿Vienes y hablamos?”
Rebeca hizo una pausa antes de contestar, y su tono se volvió ligeramente preocupado: “¿Ahora yo debo ir? ¿No te sentiste bien en mi casa la última vez?”
Anelix se llevó una mano a la frente, tratando de explicarse sin sonar más desesperada de lo que ya se sentía:
“No es eso, Rebeca. Es que... quiero alejarme de Antony por un tiempo, y prefiero no ir a lugares que él conoce bien. No quiero toparme con él de casualidad, necesito espacio”.
Rebeca, sintiendo la gravedad del asunto, accedió de inmediato: “Está bien, pero debes explicarme todo a detalle cuando llegue. Voy para allá ahora mismo”.
Minutos más tarde, Rebeca salió corriendo de su casa y se dirigió a la casa de Cassius. No podía dejar de pensar en lo que Anelix le había dicho. Su intuición le decía que lo que fuera que estuviera pasando era algo serio, mucho más allá de una simple discusión de pareja.
Cuando llegó, Anelix ya estaba lista, esperándola en la sala de estar. Parecía más compuesta, aunque sus ojos aún delataban el agotamiento y la confusión que llevaba dentro. Después de los saludos iniciales, Anelix se lanzó directamente a contarle a Rebeca todo lo que había pasado: la discusión con Antony, su creciente desconfianza, y la abrumadora sensación de estar atrapada entre el pasado y el presente.
Rebeca la escuchó con atención, manteniendo su mirada fija en ella mientras intentaba procesar la situación.
“Suena muy serio”, dijo Rebeca finalmente, en tono conciliador, “pero tal vez deberías dejar que Antony te explique. A veces, las cosas no son lo que parecen”.
Anelix apretó los labios, con una mezcla de frustración y dolor en su mirada.
“¿Cómo voy a confiar en él después de todo esto?” preguntó, su voz casi quebrándose.
Rebeca la observó con una empatía profunda. “Solo escúchalo, Anelix. No siempre hacemos las cosas bien, y a veces nos dejamos llevar por las apariencias o los malentendidos. Pero no creo que Antony te haya sido infiel ni que haya querido lastimarte de verdad”.
Anelix la miró con incredulidad: “Lo dices como si lo conocieras”, replicó, un poco a la defensiva.
Rebeca bajó la mirada un momento, tomando aire antes de responder: “No es eso... es solo que yo pasé por una situación parecida, creo que puedo entender lo que Antony está pasando”.
Anelix frunció el ceño, intrigada: “¿Situación parecida?”
Rebeca asintió lentamente, sus ojos reflejando recuerdos pasados.
“Sí... con Alfred. Hubo un momento en nuestra relación en el que todo se nubló por culpa de las dudas y los malentendidos. Creía que le estaba ocultando cosas, que había algo más en juego. Terminamos por eso”.