Las cosas entre Rebeca y Alfred seguían tensas, pero ambos parecían querer mantener la relación a flote. Pronto cumplirían dos años juntos, y Rebeca estaba decidida a hacer algo especial para reavivar la pasión que sentía que se estaba apagando. Se lo tomó muy en serio, empezando a planear con meses de antelación. Tenía en mente alquilar una cabaña en el campo, a las afueras de la ciudad, donde podrían estar completamente solos, lejos de las tensiones y problemas que los habían estado persiguiendo.
Rebeca estaba emocionada. Aquella mañana, mientras salía de su empresa después de otra agotadora jornada de trabajo, estaba en una llamada con el encargado del lugar, ajustando los detalles sobre la decoración y otros arreglos que harían del lugar un paraíso íntimo para ella y Alfred.
Justo cuando colgaba la llamada, vio a Alfred esperando afuera del edificio.
“¿Alfred?”, preguntó sorprendida. “¿Qué haces aquí?”
Alfred, con una sonrisa que ella no había visto en un tiempo, reveló un ramo de flores que tenía escondido detrás de él.
“Quería darte una sorpresa”, dijo, con ese tono romántico que en otros tiempos hubiera derretido el corazón de Rebeca.
Ella se quedó sin palabras, tomada por sorpresa. Alfred, quien siempre había sido más reservado con las demostraciones de afecto, estaba tomando la iniciativa, y de una manera que no esperaba. Era el Alfred que ella tanto extrañaba, ese hombre tierno y sencillo que la conquistó desde el principio.
“¡Qué maravilloso!”, exclamó Rebeca, con una sonrisa genuina. “Pero... debo ir a un lugar ahora mismo, es una reunión rápida. ¿Me esperas en el auto? Prometo que después pasamos la noche juntos”.
Alfred aceptó, aunque su mirada reflejaba un atisbo de decepción. Se dirigió con ella al lugar de la reunión y se quedó en una cafetería cercana, como ella le había pedido.
“Lleva las flores contigo”, dijo Rebeca emocionada. “Después quiero que nos tomemos unas fotos juntos”.
Alfred asintió, mientras ella entraba al lugar de la reunión, aún emocionada por todo lo que había planeado para su aniversario.
La reunión transcurrió sin contratiempos, y todo parecía ir de acuerdo a sus expectativas. Sin embargo, al salir del lugar, algo cambió. Rebeca sintió una presencia extraña detrás de ella, pero no tuvo tiempo de reaccionar antes de que unos hombres se le acercaran sigilosamente.
En un abrir y cerrar de ojos, uno de ellos le cubrió el rostro con una máscara, mientras otro la jalaba hacia un callejón oscuro. El corazón de Rebeca empezó a latir desbocado; la tomaron completamente desprevenida. Intentó resistir, pero los brazos que la sujetaban eran fuertes y no le daban oportunidad.
El miedo la invadió, pero su instinto de supervivencia se activó. Con una fuerza que no sabía que tenía, Rebeca se zafó de la máscara y la arrojó al suelo. Ahora podía ver a sus captores: siete hombres la rodeaban, todos armados, sus rostros ocultos bajo sombras amenazantes.
Los ojos de Rebeca se llenaron de terror. Intentó retroceder, pero estaba acorralada. No sabía qué hacer, y cada segundo que pasaba se sentía más indefensa. El aire se volvió espeso, y la adrenalina corría por sus venas mientras su mente intentaba encontrar una salida a esa pesadilla.
Rebeca sabía que no había más opción: pelear o morir. El miedo desapareció en un instante, reemplazado por la pura determinación de sobrevivir. Antes de que los hombres pudieran apuntarle con sus armas, ella se lanzó sobre ellos. Aunque estaban armados, parecía que evitaban disparar, probablemente porque aún no la habían llevado a un lugar más discreto. Sabía que si se desataba un tiroteo allí, las cosas se complicarían rápidamente, tanto para ellos como para ella.
Sin dudarlo, Rebeca sacó la daga que llevaba oculta en su pierna. No había espacio para la compasión. Su cuerpo se movía con la precisión de años de entrenamiento, atacando sin piedad. Los hombres respondieron con brutalidad, pero Rebeca era más rápida, más experta. A pesar de que los atacantes no le mostraban piedad, ella tampoco se contenía. Uno a uno comenzaron a caer, sangrando por las heridas que ella les infligía en brazos y piernas.
De un movimiento rápido, cortó la garganta de uno de los hombres, y la sangre chorreó por todas partes, empapando el callejón y a Rebeca misma. No había tiempo para procesar lo que sucedía; la lucha continuaba. Ninguno se detenía, ni siquiera ante la visión de la muerte de sus compañeros.
Finalmente, el silencio cayó sobre el lugar, roto solo por los jadeos de Rebeca. Cuando la última figura cayó al suelo, ella era la única que quedaba de pie, con su daga goteando sangre. El hedor del metal mezclado con la muerte llenaba el aire. Miró a su alrededor, su corazón latiendo descontroladamente mientras procesaba lo que acababa de suceder. ¿Cómo no me di cuenta que era una trampa? Me estaban siguiendo, pensó mientras se reprochaba por haber bajado la guardia.
Justo cuando intentaba ordenar sus pensamientos, una voz conocida la hizo congelarse.
“Rebeca… ¿qué estás…?”, La voz de Alfred la sobresaltó.
Rebeca giró rápidamente, encontrándose con la mirada atónita de Alfred. Él estaba allí, parado a unos metros de distancia, con el ramo de flores que había traído. Sus ojos no podían apartarse de la escena frente a él: los cuerpos de los hombres ensangrentados y Rebeca, cubierta de sangre, empuñando una daga.
“Alfred... esto...”, balbuceó Rebeca, intentando encontrar las palabras adecuadas. “Me atacaron de repente...”
Pero Alfred no la escuchaba. Estaba en shock. Sus ojos recorrían el escenario, procesando lo impensable. Las flores cayeron de sus manos, aterrizando en el suelo, donde lentamente se empaparon de la sangre que manchaba el pavimento.
“¿Esos hombres están… muertos?”, preguntó Alfred, con la voz rota. “¿Tú los mataste?”
“Yo...”, Rebeca intentó explicarse, su voz temblorosa. “Alfred, déjame explicarte. Mi familia pasa por esto a veces, pero no es tan grave... solo me descuidé”.