El mar de los recuerdos perdidos

Capítulo 47. Amenaza Inminente

Antony se sentía devastado, una tormenta de emociones se arremolinaba en su interior. ¿Cómo llegué hasta aquí? Se preguntaba, atormentado por la realidad que lo envolvía. Años de esfuerzo, dedicación y sacrificios parecían haberse desvanecido en un abrir y cerrar de ojos. Su empresa, la culminación de su arduo trabajo, estaba al borde del colapso, desmoronándose como un castillo de naipes ante un viento feroz. Y para añadir más dolor a su agonía, debería ver, con sus propios ojos, cómo su esposa era arrebatada de su vida, como si su amor nunca hubiera tenido valor alguno.

La imagen de ella, en los brazos de otro hombre, era un puñal que se clavaba en su pecho. Aquella figura tan confiada, tan despreocupada, había invadido su mundo y, con una sonrisa engañosa, le había robado todo lo que alguna vez había considerado seguro. Antony se encontraba sumido en un mar de amargura y soledad, sintiéndose como un náufrago a la deriva, sin un rumbo claro y atrapado en la desesperanza. ¿Por qué? ¿Por qué había trabajado tan duro, solo para que todo se desmoronara ante sus ojos? La frustración lo consumía mientras contemplaba el caos que reinaba en su mente.

En un intento desesperado por escapar de la realidad, comenzó a vagar por los barrios peligrosos de la ciudad en plena noche. Caminaba despreocupadamente, como si la oscuridad pudiera absorber su dolor. Se sumergió en peleas salvajes, buscando que el dolor físico pudiera ahogar las heridas de su corazón, con la esperanza de que el sufrimiento en su cuerpo pudiera, de alguna manera, superar el tormento emocional que lo devoraba. No quería pensar; no quería sentir. Cada golpe, cada rasguño, era un intento de silenciar la tormenta en su mente.

Erick, se preocupaba por él y trataba de detenerlo, de hacerle ver la locura de su comportamiento. Pero Antony estaba ciego, sumido en la neblina de su propio sufrimiento. Cada palabra de Erick resonaba en sus oídos como ecos lejanos, incapaces de penetrar la muralla que había levantado a su alrededor. No podía ver más allá de su dolor, no podía imaginar un futuro en el que la oscuridad no fuera su única compañera. La vida, una vez brillante y llena de promesas, se había convertido en una sombra aterradora, y la esperanza, en un recuerdo distante.

Cuando todo parecía ir cuesta abajo, el silencio en la oficina de Antony fue interrumpido por un estruendoso golpe en la puerta. Frederick y Rebeca irrumpieron sin previo aviso, la madera resonando al chocar con la pared. El ruido reverberó en la habitación, despertando a Antony de su estado de profunda desesperación.

La luz tenue de la lámpara apenas iluminaba su rostro, el cual lucía demacrado. Ojeras oscuras se marcaban bajo sus ojos, y una barba descuidada cubría su mandíbula, dándole un aspecto feroz y deshecho. El aire pesado de la oficina se mezclaba con el olor del café frío y papeles desordenados. En su escritorio, montones de informes sin revisar se apilaban sin sentido. Todo parecía un caos, como un reflejo exacto de su mente.

Rebeca fue la primera en hablar, con un tono que oscilaba entre la burla y la preocupación:

“¿Qué estás haciendo, cuñadito?”, dijo con un gesto exagerado, señalando su alrededor. “¿Ahogando tus penas con más trabajo? Mírate, te ves horrible”.

Antony, molesto por la invasión repentina, apenas levantó la mirada. Sus ojos estaban apagados, sin la chispa de determinación que solía tener.

“Rebeca...”, murmuró con la voz rasposa. “¿Qué haces aquí? No tengo tiempo para esto”.

Frederick, con su porte imponente, caminó hacia Antony, sus pasos resonando en el piso de mármol de la oficina.

“Ahora sí pareces la bestia que eres”, soltó con su voz grave y autoritaria. Era una frase cargada de una ironía pesada, pero también de una verdad que Anthony prefería no enfrentar.

Antony soltó un suspiro de exasperación. No quería ver a nadie, no quería hablar. Sentía que cada palabra era un esfuerzo inútil, como si la lengua se le pegara al paladar.

“¿Por qué irrumpen así en mi oficina? Erick...”, levantó la voz, buscando a su asistente. “Te dije que nadie podía entrar”

Erick, quien había estado esperando a un lado, entró decidido, aunque con una leve incomodidad en el rostro. Era obvio que tampoco le agradaba enfrentarse a su jefe en este estado, pero sabía que debía actuar.

“Señor”, dijo con firmeza, “me parece que, en su situación, necesita apoyo, así que los dejé venir”

Antony frunció el ceño y una rabia contenida comenzó a aflorar dentro de él. Se levantó de su silla de golpe, tirando unos papeles al suelo.

“¿Ya ni siquiera puedo dar una orden en mi propia oficina?”, gruñó, con una furia contenida que amenazaba con estallar en cualquier momento. Su voz se alzaba mientras su frustración iba en aumento. Ya no solo era el peso de la empresa colapsando, ni la traición que sentía por parte de su esposa. Ahora, hasta sus subordinados lo desobedecían.

Rebeca, manteniendo la calma, lo miró sin inmutarse, sin retroceder ante su estallido de ira: “No lo culpes, Antony. Tú eres el que está haciendo todo mal. Por eso vinimos, para ayudarte, aunque parece que no te das cuenta”

Antony giró bruscamente hacia ella, con los ojos entrecerrados, exhalando un suspiro lleno de desprecio.

“No necesito su ayuda”, dijo con frialdad, pero era evidente que detrás de esa fachada de indiferencia se ocultaba el dolor, un dolor profundo que lo estaba consumiendo desde dentro. La rabia y el orgullo lo cegaban.

Frederick, impasible, dio un paso hacia adelante, su presencia siempre intimidante llenando la habitación.

“No le hables así a mi hija, mocoso”, le espetó con una mirada severa. “Te desapareciste de repente, cuando se suponía que íbamos a detener a Zarack. ¿En qué demonios estabas pensando?”

Antony volvió a dejarse caer en su silla, hundiendo el rostro entre las manos. El nombre "Zarack" hizo que la frustración volviera a agolparse en su mente. Todo había comenzado con ese maldito hombre.




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