El mar de los recuerdos perdidos

Capítulo 50. Gritos en la oscuridad

Sentado en la penumbra de su despacho, a altas horas de la noche, Cassius, o más bien, Zarack, la sombra oscura de lo que una vez fue, se debatía en una tormenta de pensamientos. Repasaba todo lo que había ocurrido ese día: Anelix con su familia, esa niña que, para su horror, se parecía tanto a Antony, el hombre que había monopolizado su vida. La confesión que le había salido del alma, lejos de brindarle el alivio que buscaba, lo había hecho sentir miserable, como si todo su amor, todos sus años de espera, no hubieran sido más que una broma patética.

El dolor se transformaba en rabia, su mente nublada pero aún lúcida pese al licor. Todo lo que había planeado, la despedida amorosa que soñó darle a Anelix, se había convertido en un cruel recordatorio de que nada era como él lo deseaba. El rencor comenzó a retorcerse en su pecho, envenenando cada pensamiento. No quería que todo terminara así. Ya no. Ya no quería ser el hombre noble que se retiraba en silencio. Quería venganza.

De repente, una idea cruel y retorcida se formó en su mente. Si no podía tenerla con amor, la tendría de otra manera. Y si Antony seguía en su vida, nunca la tendría. Esa niña, esa familia… no merecían existir.

Con una frialdad que lo asustaba incluso a sí mismo, llamó a uno de sus guardaespaldas.

“¿Señor, qué necesita?”, preguntó el hombre alerta.

La voz de Zarack sonaba vacía, pero contenía un peligro latente.

“Quiero que mates a Antony Black”, respondió, sin titubear, su furia filtrándose en cada palabra.

Hubo un silencio en el estudio.

“¿Qué?”, repitió el guardaespaldas, como si no hubiera escuchado bien.

Zarack apretó su copa con fuerza, sus ojos oscurecidos por la venganza.

“No me oíste bien, ¿verdad?”, su voz, ahora más peligrosa. “Quiero que reúnas a nuestros hombres y vayas ahora mismo. Maten a Antony Black”

El tono de su voz era furioso, casi temblaba por la intensidad de sus emociones. El guardaespaldas no se atrevió a discutir. Solo asintió, y salió disparado de la habitación.

Zarack, enloquecido por el odio y el rechazo, ya no buscaba paz ni redención. Todo lo que alguna vez quiso había sido aplastado frente a sus ojos, y ahora solo quería una cosa: destruir todo lo que mantenía a Anelix lejos de él. Si Antony moría, Anelix quedaría devastada. Si su mundo se desmoronaba, no tendría más opción que correr hacia él, hacia su abrazo frío y vengativo.

En su mente retorcida, creía que el dolor sería la única forma de recuperarla. Y esa noche, Zarack dejó de ser Cassius por completo. Ya no había compasión en su corazón, solo un odio tan profundo que la destrucción de Antony parecía ser el único consuelo.

El hombre que alguna vez amó con devoción a Anelix, ahora estaba dispuesto a arruinar su vida. Y en su locura, se convenció de que, al final, ella lo necesitaría. No como el héroe que él siempre quiso ser, sino como el último refugio en su dolor.

La noche era profunda y el silencio en la casa de Zarack solo era interrumpido por el ocasional crujido de los muebles y el suave susurro del viento. Sofia se despertó, inquieta, su pequeño cuerpo necesitaba ir al baño. Intentó sacudir suavemente a su madre, pero Anelix estaba profundamente dormida, quizás agotada por el largo día. Sin más opciones, la niña decidió aventurarse sola.

Bajó de la cama, sus pies descalzos tocando el suelo frío, y salió al pasillo iluminado tenuemente por las luces nocturnas. Las sombras alargadas se estiraban a lo largo de las paredes, creando un ambiente que para cualquiera más grande hubiera sido aterrador. Pero Sofía, con la inocencia de su corta edad, avanzaba con determinación. Pasillo tras pasillo, buscaba el baño sin saber que había uno justo en su habitación.

Mientras caminaba, llegó hasta una puerta ligeramente entreabierta. El estudio de Zarack. Algo en su interior le decía que no debía entrar, pero la curiosidad infantil la empujó. Al cruzar el umbral, la enorme sala la envolvió con una sensación de oscuridad más densa. No había nadie, solo el tenue brillo de las lámparas de escritorio iluminando pilas de papeles, muebles de cuero, y una atmósfera pesada, casi asfixiante.

De repente, escuchó un estruendo. Una voz áspera y furiosa retumbaba en la casa. Sofía sintió un escalofrío recorrer su espalda. Los pasos se acercaban rápidamente, y en un instinto de terror, la niña corrió hacia un pequeño gabinete cerca de la pared, ocultándose en su interior. Apenas pudo cerrar la puerta cuando Zarack irrumpió en la sala, gritando como un demonio enfurecido.

“¡¿No pudieron matarlo?!”, vociferó Zarack, su voz resonando con una furia aterradora.

Sofía, temblando dentro del gabinete, cubrió su boca con ambas manos, tratando de no emitir ni el más mínimo sonido. Su corazón latía desbocado, su respiración se hacía superficial, casi no podía contener el miedo.

Un segundo después, un golpe seco rompió el aire, seguido por un grito ahogado. Desde la pequeña rendija de su escondite, Sofía vio a uno de los guardaespaldas tambalearse, mientras Zarack, con el rostro descompuesto por la ira, lo golpeaba brutalmente una y otra vez.

“¡Inútil!”, rugió Zarack, su puño volviendo a caer con fuerza. “¡No sirves para nada!”

El guardaespaldas intentaba protegerse, pero Zarack estaba fuera de sí, poseído por un odio irracional. Cada golpe resonaba en el pequeño espacio donde Sofía se escondía, cada grito perforaba su alma. Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, pero ni siquiera se atrevió a sollozar, sólo pudo cubrir su rostro con sus pequeñas manos.

La escena se volvía más grotesca con cada segundo. Zarack siguió golpeando al hombre hasta que el cuerpo quedó inerte en el suelo. El silencio, más aterrador que los gritos, llenó la habitación. Zarack, jadeante, se quedó de pie, observando el desastre que había causado.

De repente, Nancy apareció en la puerta, su rostro impasible ante la escena. Miró el cuerpo en el suelo, y luego a Zarack.




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