El viento frío de la noche anterior ya le estaba pasando factura a Anelix mientras corría a través del bosque. Las sombras de los árboles se estiraban como brazos que parecían querer atraparla. Sabía que la estaban siguiendo. Podía escuchar el sonido de pasos rápidos y pesados tras ella, mezclados con las voces de los hombres de Cassius que la acosaban implacablemente. Cada crujido de las ramas, cada susurro del viento le aceleraba el corazón, como si estuviera a punto de ser atrapada en cualquier momento.
La desesperación empezaba a ganar terreno. Anelix sabía que no tenía ninguna oportunidad de acercarse a la casa de Antony o de su padre. Ambos lugares estaban vigilados, probablemente, como una trampa esperando a que cayera. No podía arriesgarse, no con su vida en juego. Tenía que seguir corriendo, seguir escondiéndose, hasta encontrar la forma de ponerse a salvo.
Un fuerte crujido detrás de ella la hizo detenerse por un segundo, apenas lo suficiente para mirar atrás y ver las luces de un auto acercándose. El brillo de los faros iluminó por un momento su cara bañada en sudor, sus ojos llenos de terror. Era Cassius, su peor miedo se estaba materializando. Había mandado a sus hombres, pero ahora venía él mismo a buscarla.
“¡Ahí está!”, gritó uno de los hombres que la seguía.
Anelix no podía respirar. Sus piernas dolían, y la humedad de la lluvia que quedó hacía que todo a su alrededor fuera resbaladizo, pero no tenía tiempo para pensar en el dolor. Debía huir, escapar a cualquier precio.
Los hombres se acercaban, ella intentó esconderse tras unos arbustos espinosos, esperando que no la vieran. El frío de la lluvia pasada y su empapada su ropa, hacían que cada respiración fuera más difícil. Pero sabía que no podría resistir mucho más.
Entonces, uno de los hombres apareció entre los árboles, su silueta oscura la hizo contener la respiración. Anelix había intentado todo para defenderse, pero era inútil. Nunca aprendió a pelear, a pesar de las advertencias de su padre. Frederick siempre insistió en entrenarla junto a sus hermanas, pero ella, en su dulzura, había rehusado. Ahora, la amarga realidad le golpeaba como una bofetada. ¡Cuánto deseo haberle hecho caso!
“¡El jefe dijo que no la lastimaran!”, escuchó la voz de otro de los hombres, acercándose.
De repente, las luces de un auto la cegaron. El coche de Cassius había llegado, iluminando la escena con su presencia imponente. Los hombres se detuvieron al instante, mirando expectantes mientras el líder bajaba del auto. Con pasos largos y decididos, Cassius caminó hacia ella, sus ojos clavados en los de Anelix, pero con una expresión extraña, casi fría.
“¡No la toquen!”, ordenó con firmeza. Su voz resonó como un trueno en el aire húmedo.
Los hombres se apartaron inmediatamente, obedeciendo sin cuestionar. Anelix, con el corazón desbocado, dio un paso atrás, sintiendo cómo la ropa mijada se mezclaba con el sudor que perlaba su piel.
“Anelix, no tienes por qué huir”, dijo Cassius, su tono más suave pero todavía cargado de tensión. Caminó hacia ella, las manos extendidas como si quisiera calmarla. “Déjame explicarte, podemos aclarar todo esto. No estoy aquí para hacerte daño, te lo prometo”
Anelix apenas podía escucharlo. Su mente estaba nublada por el miedo, su cuerpo en alerta máxima. Las imágenes de los documentos que había encontrado en su habitación seguían golpeando su conciencia. El tráfico de armas, los contratos sucios, los planes de destruir a Antony, de chantajear a su padre. No podía creer que él, Cassius, fuera capaz de hacerle eso. ¿Cuántos años había estado ciega ante lo que realmente era?
“No...”, susurró, su voz temblando. “No... te creo”
Dio un paso atrás, su cuerpo entero temblando, dispuesta a correr. Cassius levantó las manos en señal de paz, pero ella ya no lo veía como el hombre que una vez conoció.
“Anelix, escúchame...”, Cassius intentó acercarse más, su voz un poco más urgente. “No te hagas daño. No quiero que esto termine mal”
Pero era demasiado tarde. El instinto de Anelix tomó el control, el miedo la empujaba a huir. Sin pensarlo, se giró y empezó a correr de nuevo, el barro y las ramas arañando sus piernas y brazos. Pronto había llegado hasta una carretera principal. Podía escuchar los pasos de Cassius detrás de ella, su voz llamándola, intentando razonar con ella.
“¡Anelix!”, gritó, su voz desesperada.
El terror nublaba su juicio, solo quería escapar, huir de todo lo que acababa de descubrir. Corrió sin mirar atrás, sin darse cuenta de lo que tenía frente a ella. El sonido de un auto frenando en seco la arrancó de su desesperación. Anelix se giró justo a tiempo para ver las luces brillantes del vehículo que venía a toda velocidad hacia ella.
El golpe fue seco, el dolor indescriptible. El mundo se oscureció por un instante mientras su cuerpo era lanzado por el aire, cayendo violentamente al suelo. Cassius gritó su nombre en un eco distante mientras corría hacia ella.
Los hombres que la seguían se detuvieron, mirando horrorizados la escena. El silencio reinaba en el aire, roto solo por la suave brisa que recorría el cuerpo inerte de Anelix.
Cassius llegó hasta ella, su corazón latiendo violentamente. Se arrodilló a su lado, su mano temblorosa buscando el pulso en su cuello. Estaba viva, pero apenas. Miraba su rostro y observaba detenidamente su cuerpo dañado, las ropas rasgadas y la sangre mezclándose con el agua que yacía sobre el pavimento.
“¡Llamen a una ambulancia! ¡Ahora!”, gritó, la furia y el miedo dominando su voz.
Los hombres corrieron a obedecer, pero el terror ya se había apoderado de Cassius. Su plan se había torcido, todo estaba saliéndose de control. Ahora, todo lo que podía hacer era esperar, mientras la vida de Anelix pendía de un hilo frente a sus ojos.
Cassius no había previsto esto. No la había querido así, destrozada, rota, pero ahora la realidad lo golpeaba con toda su crudeza. Si no la tenía viva, ya nada valía la pena.