El mar de los recuerdos perdidos

Capítulo 59. Al Borde del Abismo 

En medio de la espesura del bosque oscuro, Antony cargaba a Anelix con firmeza, sintiendo cuánto había adelgazado. Cada paso le pesaba en el alma. De pronto, ella habló, su voz apenas un susurro: “Espera.. bájame”

Antony se detuvo, preocupado. “¿Qué sucede?”

“Hay un lugar al que debo ir”, contestó ella, con urgencia en la mirada.

Antony frunció el ceño, inquieto:

“Tomamos el bosque porque pocos nos seguirían aquí. Erick y Rebeca están deteniéndolos en la carretera. ¿A dónde quieres ir en una situación así?”

Anelix lo miró con intensidad, la desesperación asomando en sus ojos.

“Debo ir... si no lo hago, la vida de Sofía correrá peligro”

El nombre de su hija hizo que a Antony se le helara la sangre. Se inclinó hacia Anelix, apremiante: “¿A qué te refieres?”

“Cassius..... digo, Zarack...”, vaciló un momento, como si las palabras le dolieran. “Me lo advirtió, dijo que escaparía y que me encontraría en un lugar. Si quiero que Sofía siga con vida... lo vi en sus ojos, Antony. Sé que es capaz de hacerle daño”

La preocupación de Antony se transformó en una fría certeza: el plan de respaldo de Zarack era más cruel de lo que había imaginado. Miró a Anelix con una resolución renovada.

“Ya hay personas que están en rescate de Sofía, solo queda esperar las noticias”

Anelix agito su cabeza: “Él ya tenía un plan por si hacías ese movimiento, no se detendrá”

“Está bien, pero no voy a dejarte sola. Voy contigo”. Antony estaba determinado.

“Está cerca, debemos apresurarnos”, respondió ella, y sin esperar más, echó a correr entre los árboles, guiada por un instinto desesperado.

Antony la siguió, atento a cada paso para asegurarse de que no tropezara. No había tiempo para preguntas ni para dudar. Llegaron a un claro donde lograron robar un auto; la situación era urgente, el miedo se respiraba en el aire, pero no había tiempo de pensar. Anelix le dio indicaciones precisas, y Antony condujo con la mirada fija en la carretera que serpenteaba hacia el borde del abismo.

Finalmente, llegaron a una casa solitaria que se alzaba precaria sobre un acantilado junto al mar. La estructura parecía abandonada, con las ventanas rotas y la pintura descascarada por la sal del océano. Anelix apretó las manos, luchando contra el pánico.

“Debería ir yo sola... temo que esto sea una trampa para ti”

Antony negó con la cabeza, decidido: “Sabes que no dejaré que eso pase. No voy a dejarte sola”

Ella tragó saliva, incapaz de esconder su temor. Antony sentía que cada segundo era crucial. Este momento, más que cualquier otro, era decisivo.

Ambos avanzaron con cautela por la casa, cada paso resonando en el silencio abrumador. Solo el murmullo de las olas rompiendo contra las rocas lejanas rompía la quietud, amplificando la tensión en el ambiente. Subieron al segundo piso, donde el aire parecía más denso, y ahí, en medio de la penumbra, se encontraba Zarack, de pie, con una calma inquietante.

Zarack los observó con una leve sonrisa, sin un ápice de preocupación en su mirada: “Veo que no has venido sola, Anelix”

El silencio se tensó entre ellos como una cuerda a punto de romperse. Zarack inclinó la cabeza ligeramente, disfrutando del control que tenía sobre la situación. Entonces, hizo una señal con la mano. De la oscuridad, Nancy emergió con una sonrisa fría en el rostro, sosteniendo una tablet que brillaba con una imagen inquietante.

“Ahora, vean su situación”, dijo Zarack, con una satisfacción retorcida en la voz.

Nancy alzó la pantalla, y la imagen cobró vida. En el video, Alfred aparecía tirado en el suelo, ensangrentado, con una expresión de dolor. María, cubierta de raspones, se aferraba a Sofía, con el miedo grabado en su rostro, mientras los rodeaba un grupo de hombres armados. El conductor yacía en un estado lamentable, apenas consciente, rodeado por la amenaza constante de Zarack.

Anelix sintió un nudo en la garganta, y su voz se quebró cuando gritó, desesperada:

“¡No les hagas daño!”

Zarack se rió, un sonido bajo y cortante que resonó por toda la habitación.

“Eso depende de ustedes”. Su sonrisa se ensanchó, disfrutando de cada segundo de la angustia de Anelix y Antony. “Ustedes eligen cómo terminará esta noche”

Zarack observó a Anelix y Antony con una sonrisa perversa en su rostro, disfrutando del poder que ejercía sobre ambos. Alzó la mano, indicando que era hora de partir.

“Bien, Anelix, es hora de que vengas conmigo. Y tú, Antony... te quedarás aquí, sin hacer nada, si es que valoras la vida de tu hija”, dijo Zarack, con un tono gélido.

Antony sintió un nudo en el estómago. Veía cómo Zarack sujetaba a Anelix, que lo miraba con una mezcla de pánico y súplica en sus ojos. Pero justo cuando Zarack comenzó a arrastrarla hacia la salida, Antony no pudo contenerse más. Su amor por Anelix y el deseo de proteger a su familia lo empujaron a la desesperación.

“¡No dejaré que te la lleves!”, gritó Antony, dando un paso adelante, dispuesto a luchar.

Pero antes de que pudiera acercarse, Nancy, que había estado esperando el momento perfecto, se lanzó hacia él. Con una agilidad letal, sacó un cuchillo oculto en su pierna y lo hundió en el costado de Antony. La sorpresa y el dolor atravesaron su rostro mientras retrocedía tambaleante, llevándose las manos a la herida.

La fuerza del impacto lo hizo retroceder hasta la ventana que daba al acantilado. La brisa fría golpeó su rostro mientras luchaba por mantenerse en pie, con el filo de la muerte bajo sus pies.

“¡Cassius, no! ¡Déjalo en paz!”, gritó Anelix, su voz cargada de desesperación, mientras intentaba soltarse de Zarack.

Zarack no cedió. Sujetó a Anelix con más fuerza, disfrutando del espectáculo. Pero Antony, aún herido, giró su rostro hacia Anelix. Sus miradas se encontraron en un instante cargado de emociones. En sus ojos, Anelix vio algo que no había visto en mucho tiempo: arrepentimiento, dolor, y un amor que aún latía bajo las sombras de los años que los habían distanciado. Los labios de Antony temblaron al esbozar una sonrisa débil. Y en ese instante, el mundo pareció reducirse solo a ellos dos. El tiempo se hizo lento, tan lento que hasta el sonido de las olas golpeando las rocas se desvaneció, quedando solo el murmullo de su respiración y el peso de todo lo que nunca se habían dicho.




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