Rebeca desató su furia contra los hombres que la rodeaban, disparando con precisión y golpeando con la fuerza de un huracán. Sus movimientos eran ágiles y letales, desarmando a los atacantes y rompiendo sus huesos con una frialdad escalofriante. Alfred observaba la escena, ya no tan sorprendido como la primera vez que había visto ese lado despiadado de ella; se había acostumbrado a esa ferocidad que Rebeca desplegaba en combate.
“¡Rebeca, pásame un arma!” gritó Alfred, su voz entre la confusión de la pelea. Rebeca se quedó congelada por un segundo, con incredulidad en los ojos. ¿Alfred me está pidiendo un arma? Jamás lo había visto tomar la iniciativa de esa manera, pero no había tiempo para detenerse a pensar. Con un rápido movimiento, arrancó una pistola del cinturón de uno de los hombres caídos y se la lanzó a Alfred.
Sin perder el ritmo, continuó su lucha. Derribó a uno de los atacantes que había osado burlarse de ella antes. Agarrándolo por el brazo, le torció la extremidad con una fuerza brutal. “¿Con este brazo golpeaste a Alfred?” escupió con una furia gélida, crack, un crujido seco resonó en el aire mientras el hueso del hombre se rompía. El grito de dolor que le siguió apenas le importó; su mirada seguía ardiendo.
Pero su concentración en aquel hombre la dejó expuesta, y no notó que dos de los enemigos se habían acercado por detrás y le apuntaban. Antes de que siquiera pudiera voltear, dos disparos resonaron a sus espaldas. Los cuerpos de los atacantes cayeron al suelo con un sonido sordo, inertes.
Rebeca giró de inmediato y, para su asombro, vio a Alfred de pie, con el arma todavía en alto, humo saliendo del cañón. Él... ¿había disparado? La determinación en los ojos de Alfred la dejó sin palabras, y por un instante, la batalla quedó en suspenso, con ambos conscientes de lo que aquel momento significaba: Alfred había cruzado un límite, y ahora era uno de ellos.
Rebeca no podía apartar la vista de Alfred, su sorpresa era evidente. ¿Ese hombre que se movía con agilidad, disparando sin dudar, con una seguridad que antes no había mostrado...? Y, además, esa ropa que llevaba—cara, atrevida, resaltando sus músculos de una forma que ella no podía ignorar—, ¿cómo no se había dado cuenta antes? La sangre manchaba su atuendo, pero en lugar de hacerlo parecer vulnerable, le daba un aire aún más desafiante y peligroso. Rebeca, casi sin darse cuenta, murmuró para sí misma: “Qué sexy”. Mi hombre se ve tan sexy. ¿Acaso este es realmente el Alfred sencillo y tímido que conocí? Por un momento, casi se olvidó de la batalla que los rodeaba.
Pero él notó su mirada, la voz de Alfred la sacó de su ensueño: “¡Rebeca, no es tiempo de quedarte paralizada!”, el tono de urgencia en sus palabras la devolvió de golpe a la realidad. Alfred tenía razón; un solo error, una distracción en ese momento, podía costarles la vida.
Con renovada determinación, Rebeca derribó a un par de atacantes más, pero un disparo sonó de repente, seguido de un grito que heló su sangre: “¡Aaahhhgggg!”. Giró y vio a Alfred doblado, con una mano sobre su costado ensangrentado. ¡Le habían disparado en las costillas! El miedo y la ira se mezclaron en su pecho, y, sin pensarlo dos veces, sacó un cuchillo oculto en su pierna y lo lanzó con precisión mortal al cuello del atacante que había herido a Alfred.
Corrió hacia él, sin dudar ni un segundo. “¡Alfred, Alfred, no te mueras, quédate conmigo!”, rogó con desesperación mientras lo sostenía, presionando la herida con fuerza. Él, aunque adolorido, hizo una mueca de dolor aún mayor por la presión que ella ejercía. “No... no me presiones así... duele”, murmuró con un tono entre el dolor y la ironía.
Rebeca, dándose cuenta de que podía estarle haciendo más daño, aflojó la presión de inmediato, pero sus manos temblaban. “Mira cómo estás... estás sangrando. No debiste venir, no debiste meterte en este lío... Lo siento, lo siento tanto”, dijo, la voz quebrándose mientras las lágrimas empezaban a llenar sus ojos.
Alfred, con una sonrisa forzada, intentó calmarla. “¿Por qué te disculpas? Esto no es tu culpa”, le susurró entre jadeos. “Vine por mi propia voluntad... No podía dejar a mis amigos en peligro, y tampoco a ti. Quería estar aquí, quería ayudarte”
Las palabras de Alfred, dulces a pesar de ser interrumpidas por sus gemidos de dolor, hicieron que Rebeca sintiera una mezcla de angustia y gratitud. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba sola en la batalla.
Rebeca rasgó un trozo de su ropa y lo presionó contra la herida de Alfred, con las manos temblorosas pero firmes. “Ya no hables más, te desangrarás”, le suplicó, su voz quebrándose de angustia. Sin embargo, Alfred, con un débil intento de sonrisa, respondió: “No me siento tan mal, pero Rebeca... sé que este no es precisamente el momento adecuado, pero... quiero disculparme”.
Las palabras de Alfred la tomaron completamente desprevenida. Se quedó inmóvil, sin poder creer lo que escuchaba. “¿Disculparte? Si soy yo la que siempre te mete en líos...”, dijo con incredulidad, tratando de contener sus lágrimas.
Alfred negó lentamente, con un suspiro doloroso. “No es así... Yo... lamento no haberte dado una oportunidad para explicarte aquella vez. Estaba en shock, y tenía... miedo”. Su voz, aunque débil, era audible, y Rebeca se inclinó para escuchar cada palabra, deseando que él no se esforzara demasiado.
“Pero me di cuenta de que no podía dejar de amarte, Rebeca. Al contrario, estaba dispuesto a aceptarte, solo que me tomó... mucho tiempo entenderlo. Lo siento por todo, por no haber estado a tu lado antes”, confesó, su mirada cargada de una sinceridad que la atravesó como un rayo.
Las lágrimas de Rebeca brotaron con más fuerza, pero esta vez no por el dolor de la situación, sino por la mezcla de alivio y amor que sentía. “Por favor, deja de llorar. No me gusta verte así”, murmuró Alfred, con un esfuerzo que le arrancó un gemido de dolor.