Érase en la calurosa y abrasiva sabana africana un enorme árbol erguido sobre pasto yermo y termiteros gigantes. El mismo era lo único que se interponía entre la vida o la muerte pues proporcionaba un acogedor y benevolente penacho de sombra. En cientos y cientos de metros a la redonda calor sofocante y esqueletos de animales diseminados por todas partes. Érase por ser que además así fue una ardiente tarde en la temida estación seca africana. Allí una serie de animales descansaban sobre las alargadas y retorcidas raíces del viejo árbol. Evidentemente sin quitarse ojo los unos a los otros, manteniendo algo similar a una tregua tácitamente funcional. Venga, no seáis asustadizos y veámoslos más de cerca. Gracias a ello los conoceremos un poco más o al menos podremos saber de sus inquietudes…
Primeramente el gran y anciano león. Su larga melena oscura, ferocidad y prietas carnes lo convertían en el más temido del lugar. Entre rugido y rugido no tardó en hablar:
—¡Yo soy el más fuerte de la sabana! Mucho más que Sansón y Hércules juntos. Tened por seguro que no exagero es más, hasta creo que me quedo corto. Con estas garras y estos colmillos podría partir este árbol por la mitad, sin despeinar mi lustrosa melena—.Tan pancho como ancho se quedó y sin más al respecto comenzó a acicalarse la melena.
—¡Qué te lo crees tú, mequetrefe de tres al cuarto!— Bramó el fornido búfalo. Éste descansaba en su inviolable porción de sombra, llevando de un lado al otro de la boca un puñado de hierbajos secos. Como sabréis ambas especies son enconadas enemigas desde la noche de los tiempos.
—¡Yo soy mucho más fuerte que tú! —Continuó parlamentando el búfalo—. De hecho lo confirman mis novecientos kilos de recia musculatura que para sí quisieran los gladiadores más temerarios. Eso por no mencionar mi mal genio. Oídme bien porque podría ahora mismo cargar contra este árbol, derribándolo a cornadas… —Y mientras echaba por fuera como antes hiciera el león metía y sacaba la lengua de la nariz, agitando entremedias el rabo para espantar los tábanos.
—Vaya par de muerdesartenes— Aireó a los cuatro vientos el macho de hipopótamo, esforzándose en mantener despejada su porción de sombra, tomada por hormigas africanas.
El animal evitaba mostrar signos de debilidad sin embargo suspiraba por una poza donde revolcarse y poner a remojo su delicada piel. –De los acá congregados es cierto y muy cierto es que yo y solamente yo soy el más fuerte de África. Mis mil ochocientos kilos son la mejor carta de presentación. ¿Queréis más pruebas? Esta poderosa boca que Dios me ha dado. Con ella podría triturar este árbol hasta dejar sus ramas del tamaño de un mondadientes… —Fue concluir y abrirla como si no hubiese mañana, sulfatando de babas a los presentes.
—¡Para nada estoy de acuerdo, calzamonas! —Interpeló el rinoceronte desde su rincón sombrío al tiempo que se limpiaba las babas de la cara—. Aquí tenéis al más fuerte de entre los forzudos de la naturaleza salvaje. ¿No lo veis? ¿O necesitáis anteojos? Dos toneladas y media, cuerpo blindado y gran cuerno puntiagudo. Con qué facilidad sería quien de abrir un boquete en el tronco de este viejo árbol. El agujero mostraría tal calado que podríais pasar al otro lado todos a la vez—. Al terminar su plática, igualmente exagerada, comenzó a frotar y frotar el cuerno contra una piedra. Quizás intentando sacarle un poco más de punta…
Y en esto resopló el elefante macho, molesto ante la cantidad de tonterías que llevaba escuchadas y molesto con el hipopótamo por las hormigas que le lanzaba mientras éste limpiaba su porción de terreno sombrío.
—Yo soy el más fuerte de la sabana ¡y punto! Lo sabe todo el mundo. Mis seis toneladas no tienen parangón. Destrozarían este añejo árbol y a cualquiera de vosotros en un chasquido de dedos. Admirar mi elástica trompa —para enfatizar sus palabras comenzó a moverla arriba y abajo rápidamente—. Y qué decir de estos grandes, blancos y larguísimos colmillos. Sí, innegablemente soy el más fuerte y ya no de la sabana sino del universo…
Ante semejante percal, discusiones, insultos y amagos de agresiones hicieron acto de presencia. Avivadamente el ambiente se caldeó a pasos agigantados. Aquello de descansar a la sombra del árbol pasara a segundo plano, siendo lo primordial quedar por encima del otro en tan peliaguda cuestión. En plena montonera de músculos, garras y colmillos se escuchó una voz trémula. De tan pequeña y exigua sonoridad nadie de los presentes pareció escucharla. Mucho menos ubicarla.
—¡Aquí abajo, peinabombillas! ¡Lechuguinos! —Vociferó aquella frágil voz.
Casi al mismo tiempo los cinco bajaron sus cabezas para ver, no sin dificultad, y entre cuatro hierbajos a un pequeño e insignificante escarabajo pelotero. A su vera destacaba una gran pelota de estiércol húmedo. Parecía estar descansando antes de proseguir con tan extenuante labor.
—¡Yo soy el más fuerte del mundo mundial! —Gritó con voz de pito. Los otros se echaron a reír a pata suelta. —¿Tú? Preguntó el león ¿Tú? —Volvió a preguntar —¡pero si no levantas un palmo del suelo!—. Y volvieron las risotadas, los gestos desairados y las lágrimas ante tanta carcajada descontrolada.
—Reíros cuanto queráis ¡tuercebotas! Aquí donde me veis y sin necesidad de exagerar puedo levantar mi propio peso más de mil veces. Habéis oído bien ¡más de mil veces! Ahora contestadme ¿alguno de vosotros puede hacerlo?
El quinteto adoptó gesto serio, ni uno de ellos replicó. Fue como una bofetada a pata abierta. La verdad sólo tiene un camino recto e indubitablemente no podían, ni queriendo, hacer tal cosa. Vaya poderío concentrado en tan pequeña criatura, pensarían para sus adentros. Sobrepasaba muy de lejos las capacidades del león, del búfalo, del hipopótamo, del rinoceronte e inclusive del elefante.
El escarabajo pelotero volvió a su quehacer, empujando la pelota de estiércol cuesta arriba. Los cinco lo observaban pasmados y asombrados. ¡Qué demostración de fuerza! Pronto reconocieron su error… cuán fácil resulta juzgar a los demás en función de la vara de medir de cada uno.