¿A quién no le gustan los gatos? Son tan monos. Si, ya, que no son como los perros, que son más independientes y van a la suya. Pero se dice que los gatos conocen si una persona es buena o mala o si se puede confiar en ella o no. Es más, no eres tú el que elige a un gato para formar parte de tu vida, sino que es el propio gato el que te elige a ti. Eso, al menos, debió de pensar con cierta extrañeza Eusebio Matas, cuando empezó a ser visitado por uno de esos felinos domesticados sin que él hubiera hecho nada para merecerlo. Porque… don Eusebio… en realidad, ¡odia a los gatos! De hecho, Eusebio Matas es conocido como el Matagatos.
Pues sí, la comunidad de vecinos tenía fundadas sospechas de que don Eusebio podría haber asesinado a varios gatos con albóndigas de veneno que este lanzaba sobre el tejado que daba al patio de luces del primer piso del edificio en el que reside. Al parecer, había un tejado que se alzaba por encima de la terraza interior que daba al comedor y que era lugar de frecuente paso de inocentes felinos que resultaban molestos para aquel extraño anciano que apenas se relacionaba con el resto de habitantes.
Algunos de los propietarios de los gatos se los habían encontrado muy malitos y al poco tiempo se morían sin saber por qué, hasta que el veterinario de uno de los dueños le había dicho que había sido envenenado. Eusebio Matas fue visto por dos vecinas arrojando sobre el tejado las bolas de carne tóxicas, y así se aclaró el misterio de repente. Sin embargo, no tenían pruebas para demostrarlo y don Eusebio negaba tajantemente las evidencias, por lo que continuaba siendo solo un sospechoso, ahora sí, ya mucho más marginado y apartado de todos de lo que ya antes lo era. Desde entonces, y viéndose ya descubierto, don Eusebio optó por cesar sus acciones homicidas sobre los gatos del vecindario. Pero el daño estaba hecho y su fama de diabólico asesino totalmente consolidada.
De todos los gatos envenenados se salvaron tres, de los cuales dos tuvieron secuelas graves y finalmente murieron. Solo sobrevivió uno de ellos, un gato negro de gran tamaño y pelaje espeso que, para su desgracia don Eusebio había reconocido como sobreviviente de su ataque, recordando cómo incluso había conseguido que comiera de su mano la albóndiga de carne, y al que finalmente observaba con absoluto desprecio y frustración por la suerte que había tenido después de los vanos intentos por acabar con su vida. “No si ya se dice que siete vidas tiene un gato, pues vaya que sí, caramba”, se decía, enojado.
Ese día había decidido terminar con su particular vicio delictivo y dejar por fin en paz a aquellos infernales gatos y… allí estaba él, el gato negro superviviente, mirándolo desde el tejado fijamente, durante un buen rato, sin apenas moverse. ¡Maldito gato apestoso! ¡Vete ya de aquí o…!, logró musitar inmediatamente antes de que el gato diese un salto hacia una parte más elevada del tejado y se marchase tranquilamente de allí, como si con él no fuese la cosa.
…
Eusebio Matas era visitado unas pocas veces a la semana por la única vecina que mantenía algún tipo de relación con él y que le ayudaba en sus quehaceres, más por lo que podría sacar de beneficio que por buena samaritana. Doña Poncia se llamaba, alias la Soponcio, por las veces que acababa en el suelo debido, se decía, a los efectos de una no disimulada afición por las bebidas alcohólicas. Ese día no encontraba el juego de llaves que desde hacía unos meses le había dado don Eusebio en un no muy habitual gesto de confianza hacia ella, y con el que entraba libremente a su piso para limpiarlo y asearlo un poco. “¡Ah, estabais aquí en el fondo del bolso, malditas!”, dijo doña Poncia, levantando la voz con alivio. Cuando entró se dio cuenta del estado de excitación de don Eusebio.
—¿Le ocurre algo, don Eusebio? Le veo un poco alterado.
—No es nada, vecina —así la llamaba muchas veces tratando de mantener las distancias— que ya estoy más que harto de esos bichos con patas que se creen los dueños del patio. Acaba uno de levantar la cabeza y ya se encuentra con alguno por ahí caminando e infectándolo todo. Doña Poncia contestó con un “sí, es verdad”, tratando de disimular lo incómodo que le resultaba aquel tema, ya que nada bueno podía venir del Matagatos, que era, después de todo, un asesino de gatos.
…
A la mañana siguiente, Eusebio Matas fue a visitar a su hermana, que no vivía en el mismo barrio que él. Al salir de su casa para coger el autobús, un vecino de su mismo rellano salió también y ambos se quedaron mirando sin decirse ni una sola palabra, ni siquiera un saludo de buenos días. Pero don Eusebio creyó interpretar en los ojos de aquel hombre una mirada de profundo odio y asco y, cerrando con llave apresuradamente la puerta, bajó tan rápido como pudo las escaleras para esfumarse de allí lo antes posible. Desde que se tenía la certeza de que él era el asesino de gatos, Eusebio Matas rehuía ahora más que nunca el contacto con sus vecinos y conocidos. Pero pensaba en su hermana, en lo que su presencia lo reconfortaría, su apoyo de todos estos años de aislamiento casi total. Sin embargo, no todo fue así. Algo había cambiado aquella mañana. Durante el viaje de vuelta en autobús a su casa todavía resonaban con fuerza las duras palabras de Roberta: “Mira, Eusebio, espero que lo entiendas, ya soy demasiado mayor para llevar esta vida aquí. En el pueblo estoy más recogida, allí está toda la gente que me conoce de siempre. De hecho, todos nos conocemos y nos ayudamos, y además es un lugar mucho más seguro. Yo… llevo pensándolo tiempo, pero… no me he decidido a decírtelo hasta hoy. He puesto en venta el piso. Mientras tanto se hagan todas las gestiones, me marcho esta misma semana”. Sin embargo, Eusebio sabía que el hecho de enterarse de que era el Matagatos, lo había precipitado todo. Y un muro infranqueable se había interpuesto entre los dos.