El lunes avanzaba con su ritmo habitual de oficina, pero para Valentina cada segundo era un universo de nervios. Había entregado su primera jugada, y ahora le tocaba esperar la respuesta de Mateo, que aún no se dignaba a mandarle una señal.
—Idiota —murmuró Valentina, contemplando cómo él degustaba lentamente el café que ella le había preparado. Sonreía de vez en cuando, sin siquiera mirarla, y ni siquiera parecía notar el cambio de estilo que ella había adoptado ese lunes.
—No sé por qué tanto esmero en arreglarme —refunfuñó, hundiéndose más en su computadora y bloqueando todo contacto visual con el señor Espresso.
—Porque tiene que ser tan atractivo —hizo un pequeño berrinche Valentina, aunque ese no era su mayor inconveniente esa mañana. El verdadero problema era que la respuesta de Mateo no llegó como esperaba.
A media mañana, Claudia decidió atacar. Apareció en el pasillo de la oficina, impecable como siempre, taconeando con la seguridad de quien sabe que todas las miradas se giran hacia ella. En sus manos llevaba un vaso metálico brillante con su nombre grabado. No era un café cualquiera; era un accesorio de lujo, un trofeo de poder.
Valentina, desde su asiento, apretó los labios. Su ira estuvo a punto de explotar cuando vio que Claudia tomaba el vaso que ella había preparado, aquel con la calcomanía de Chewbacrazy cuidadosamente pegada. Claudia sonrió con suficiencia, se lo quitó a Mateo, dio un sorbo y luego hizo unos gestos que decían claramente: “Está bien, pero el que te traje está mejor”.
Mateo, por su parte, parecía disfrutar demasiado de la atención de ambas. Tomó un sorbo del vaso de Claudia, luego, con un movimiento lento, volvió a tomar del suyo: el Espresso Tentación. Valentina notó el gesto y, contra toda lógica, lo sintió como un mensaje en clave, como si Mateo confirmara que no se olvidaba de su creación.
Después, Claudia dirigió una mirada rápida y calculadora hacia Valentina, como desafiándola silenciosamente, y esperó a que Mateo terminara su café. Con un movimiento casi teatral, arrojó el vaso de Valentina a la basura, dejando a la joven con el corazón en un puño y las manos apretadas contra el escritorio.
—Sabía que no te quedarías tranquila… —pensó Valentina.
Seguidamente, frunció el entrecejo y casi se cae de la silla por querer ver más allá, siguiendo a Claudia con la mirada. Su orgullo se consumía con cada segundo. Quiso levantarse, arrebatarle ese maldito vaso y gritar que ya había ganado la primera ronda. Pero no lo hizo. En cambio, clavó las uñas contra su cuaderno y respiró hondo.
—Tranquila, Mafalda. Esto es una guerra de ingenio, no de escándalos —se dijo a sí misma.
—Míralo —bufó Laura—. Ese hombre sabe perfectamente que está jugando con fuego. Y tú, querida, ya estás metida en el incendio.
Valentina cerró su cuaderno de golpe. Su sonrisa se transformó en un reto silencioso.
—Pues que arda —murmuró, con un brillo en los ojos—. Todavía no han visto nada.
—Ve el lado positivo: si esa mujer se tomó la molestia de bajar de su pedestal, salir de su oficina y cruzar la calle hasta aquí, es porque definitivamente te ve como rival. De lo contrario, ni se hubiera molestado —dijo Laura, mientras sus palabras hinchaban el orgullo de Valentina.
—Vamos a pasar al segundo ataque —continuó Laura—. Cuando se vaya Claudia, te quitarás esa chaqueta que llevas puesta desde que llegaste.
—Es que me da pena, Laura. Jamás había usado este tipo de blusas. —Valentina se tocó la tela, nerviosa.
Laura puso los ojos en blanco.
—Tienes un buen cuerpo, Valentina, no sé por qué lo ocultas. Gracias a ese hábito de trotar y hacer Spinning para controlar tu ansiedad, tienes un cuerpo tonificado. No entiendo por qué lo escondes detrás de esos harapos que usas a diario.
—¿Harapos? —dijo Valentina, sorprendida—. Mi ropa es cómoda… y a mí me gusta.
—Cállate un momento y escúchame: vas a soltarte el cabello, que quedó increíble después del tratamiento. Caminarás con tu vaso hasta el bebedero al final del pasillo, justo frente a la oficina de Mateo —ordenó Laura con una sonrisa traviesa.
Valentina contempló a Claudia despidiéndose, besando levemente los labios de Mateo. Eso le dio el impulso necesario para seguir el consejo de Laura. Se enderezó, respiró hondo y se preparó para caminar hacia el bebedero, sintiendo cómo el orgullo, el desafío y un toque de nerviosismo la impulsaban a enfrentarse a su rival sin titubeos.
Apenas Claudia abandonó las instalaciones, Valentina se llenó de valor y puso el plan en marcha.
Valentina se enderezó, respiró hondo y, con la determinación que Laura había logrado infundirle, soltó su cabello. El brillo del tratamiento recién hecho capturaba la luz de la oficina, creando un efecto casi cinematográfico. Cada paso que daba hacia el bebedero era medido, seguro, como si caminara en una pasarela de París.
Los compañeros de trabajo comenzaron a levantar la vista, sorprendidos. Susurraban, entre ellos, algunas miradas acompañadas de sonrisas cómplices. Uno de ellos, Pablo, no pudo evitar comentar con un dejo de asombro:
—Vaya, Valentina… no te había visto así. ¿Dónde tenías escondidos todos esos atributos?
Valentina lanzó una sonrisa traviesa, apenas rozando sus labios con la punta de los dedos, y siguió caminando con firmeza.
Desde su escritorio, Mateo no pudo apartar la mirada. Su corazón dio un ligero salto y, sin darse cuenta, su expresión se endureció con un toque de celos. Claudia no estaba presente en ese momento, pero la idea de que otros notaran lo que él había guardado solo para sí mismo lo hizo tensarse.
Valentina llegó al bebedero, sujetando su vaso con confianza. Con un guiño casi imperceptible hacia Laura, que la observaba con complicidad desde la distancia, llenó su taza con agua y se dispuso a regresar a su escritorio. Cada movimiento estaba impregnado de una mezcla de orgullo y coqueteo silencioso, y la tensión entre ella y Mateo se podía cortar con un cuchillo.