El Match equivocado

Capítulo 9: El silencio entre nosotros.

En su habitación, Valentina guardó el papel que Mateo había dejado en su parabrisas junto al dibujo de Chewbacrazy. Lo colocó en una pequeña caja donde ya reposaba, como un tesoro, el primer vaso de café que él le había obsequiado semanas atrás. Lo acarició con la yema de los dedos, sonriendo como una adolescente sorprendida por su propia ternura, y tomó su celular.

Escribió:
“¿Segundo reto?”

Esperó unos segundos, refrescó la pantalla. Nada.
Pasó una hora. Nada.
Al día siguiente… tampoco.

El silencio de Mateo se extendió como una sombra incómoda, y aunque trató de reírse de sí misma, el cosquilleo en el pecho le recordaba lo mucho que esperaba esa respuesta.

Mientras tanto, en su departamento, Mateo se dejó caer en el sofá con una taza de té humeante entre las manos. Sus pensamientos no lograban apartarse de Valentina: su risa contenida, la osadía en su mirada, la manera en que había caminado con el cabello suelto como si el mundo entero le perteneciera. Una sonrisa inevitable le curvó los labios.

Giró la vista y se topó con las fotos de Claudia, su novia. En cada una, ella lucía impecable: elegante, hermosa, perfecta para las expectativas de su familia. Recordó los viajes, las cenas formales, los momentos de éxito compartido… todo aquello que se suponía debía ser suficiente.
Pero mientras contemplaba esas imágenes, un vacío lo golpeó. Claudia era un cuadro de perfección, sí, pero carecía de la chispa que Valentina desbordaba con un simple gesto torpe o una ocurrencia inesperada.

Encendió la televisión en busca de distracción. Un programa mostraba a un caricaturista hablando sobre Mafalda. La pantalla se llenó con la imagen de la pequeña de cabello negro y moño, con esa expresión de rebeldía dulce.

Mateo tragó saliva. El corazón se le enterneció de inmediato. Mafalda… justo como él llamaba a Valentina. Sintió cómo la emoción lo atravesaba, peligrosa, abriendo una grieta en la armadura que tanto había defendido.
“Esto me está afectando demasiado.”

Se incorporó bruscamente. Pensó en las palabras de sus padres, en la cultura y costumbres que le habían inculcado: la lealtad, el deber, la importancia de las apariencias, de mantener una pareja estable que encajara en los moldes familiares. Valentina era todo lo contrario: impredecible, auténtica, espontánea. Y eso lo aterraba.

“Lo mejor es mantenerme al margen —se dijo con dureza—. No quiero lastimarla… ni dejar que esto se convierta en algo que no sé cómo manejar.”

El teléfono vibró. Un nuevo mensaje en la app compartida con Valentina:
“¿Segundo reto?”

Mateo respiró profundamente.

—No está vez, Mafalda… no está vez.

Apagó la televisión, dejando el departamento en penumbras, como si quisiera enterrar en silencio la batalla que ardía en su pecho.

Al día siguiente, en el trabajo.

Valentina estaba preparada para encontrar al Mateo bromista, el que siempre le disputaba el puesto de estacionamiento o buscaba maneras ingeniosas de provocarla. Pero esa mañana fue distinto.

—Vamos a ver hasta cuándo te dura la guerra de la indiferencia conmigo —murmuró, dándole un sorbo desafiante a su café—. Seguro la hiedra venenosa que tienes de zarcillo, te prohibió saludarme.

Su murmullo cargado de ironía se evaporó cuando lo vio en su ángulo de visión. Mateo apareció, impecable, con su andar sereno. Ella enderezó la espalda, desplegando seguridad en cada paso.

Él la saludó con una inclinación cortés, casi fría. Como si fueran simples colegas.
Valentina parpadeó, sorprendida. El hombre que la había hecho reír con ocurrencias tontas y retos absurdos… ahora era hielo.

—Buenos días, Valentina.

Ni un guiño, ni un gesto oculto. Solo formalidad.

—¿En serio…? Solo un “hola, ¿cómo estás?” —se dijo a sí misma, intentando enterrar la decepción en lo más profundo de su mente, mientras deseaba secretamente que él añadiera un “te extrañé” aunque fuera pequeño.

Laura se acercó para saludarla y charlar un momento.

—¿Qué le pasa a Mateo? —susurró Laura—. Ha estado muy serio estos últimos días.

—Pensé que solo yo lo notaba… —murmuró Valentina.

—No, Valentina, es evidente. Seguro debe tener algún problema familiar… pero ya sabes cómo es, reservado al extremo.

—O seguro fue Claudia la que le puso un ultimátum.

—No lo creo, Valen —dijo Laura con un brillo en los ojos—. De haberle temido, jamás te hubiera escrito por esa app en primer lugar.

Esa acotación dejó a Valentina pensativa, mezclando esperanza y frustración en un revoltijo de emociones.

Valentina lo observó desde su escritorio. Sus labios perfectamente delineados, la mandíbula firme mientras hablaba por teléfono en coreano, el acento apenas perceptible cuando cambiaba al español. Cada gesto suyo estaba medido, preciso. Cada movimiento, fascinante. Tomaba carpetas con calma, revisaba documentos con concentración… y ahí lo supo: estaba perdida. Totalmente enamorada de Mateo.

—¿Y de la noche a la mañana decides ignorarme, señor Espresso? —susurró con un dejo de tristeza, mirando cómo se alejaba.

Todo había cambiado drásticamente. Ya no discutía por el estacionamiento, ya no la provocaba con juegos o bromas, ni siquiera sostenía la mirada más de unos segundos. Esa ausencia de gestos diminutos la fue enfriando por dentro, dejándola vulnerable.

—Si hubiera sabido que ganar el reto iba a traerme como premio tu indiferencia… —murmuró, con un toque de humor amargo—. Mejor lo hubiera perdido.

Sintió un pequeño nudo en el estómago, una congoja dulce-amarga que le recordaba lo mucho que le importaba.

Las horas en la oficina avanzaban, lentas y silenciosas, llenas de decepción para Valentina. Hasta que llegó Pablo, con su descaro habitual:

—Ese peinado te queda increíble —dijo inclinándose demasiado cerca, con una sonrisa de pícaro.




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