“Un café derramado, una lluvia que moja más que la ropa… y un encuentro que cambia todo.”
El silencio tras el tropiezo se volvió insoportable. Claudia los miraba con ojos afilados, como si el suelo se hubiera tragado a Valentina. Su bolso colgaba inerte de la muñeca, y aquella sonrisa perfecta, que siempre parecía inquebrantable, había desaparecido en un parpadeo.
—¿Todo bien? —preguntó Claudia, con una voz tan fría que un escalofrío recorrió a Valentina.
Mateo apartó lentamente las manos de la cintura de Valentina, como si acabara de tocar fuego. Ella, todavía atrapada por el tacón, trató de recomponerse, evitando cualquier contacto visual.
—Sí… solo fue un mal paso —balbuceó, forzando una sonrisa—. Nada grave.
"Perfecto, lo que me faltaba" pensó Valentina, intentando actuar con normalidad, aunque su corazón insistía en latir como un tambor desbocado.
Mateo se agachó de inmediato, liberando con destreza el zapato atrapado en la rendija del asfalto. Cuando Valentina recuperó el equilibrio, él evitó mirarla directamente, pero sus dedos aún temblaban imperceptiblemente.
—Ten más cuidado —dijo con seriedad, como si no hubiera pasado nada—.
Claudia dio un paso adelante, rozando el brazo de Mateo con una ternura estudiada:
—Vamos, amor, se nos hace tarde… nuestros planes nos esperan —murmuró, apretando su mano con fuerza.
Valentina mordió su labio, tratando de mantener el semblante firme. Tomó su bolso, lo colgó al hombro y se alejó con pasos firmes hacia su automóvil, mientras la congoja le pesaba como plomo en el pecho. Cada paso era un recordatorio cruel: lo había sentido demasiado cerca, demasiado suyo… y justo delante de ella.
Sus manos aún temblaban, su corazón latía frenético. Respiró hondo antes de encender el motor.
—Vamos, Valentina, respira… 1, 2, 3, 4… —Se repetía mentalmente, intentando calmar la ansiedad que hacía años no la visitaba.
Cuando finalmente logró controlar sus emociones, puso el coche en marcha:
—Tú eres más fuerte que esto… —susurró, como si las palabras pudieran blindarla contra lo que había sentido.
Esa noche, Valentina no pudo dormir. La escena se repetía en su mente, una y otra vez: la manera en que Mateo la sostuvo, la intensidad de sus ojos, la cercanía de sus labios. Se cubrió el rostro con las manos, atrapada entre la frustración y la fascinación.
—¿Cómo es posible que un solo segundo me haya desarmado así? —murmuró, con un hilo de voz.
El celular vibró y un pequeño destello de esperanza la iluminó: ¿sería Mateo? Pero su ilusión se evaporó al ver que era Laura.
“Te vi rara al salir, ¿todo bien?”
Valentina sonrió con tristeza y respondió:
—Todo bien… solo un pequeño accidente con mis zapatos.
La respuesta de Laura llegó al instante:
—Ajá… ¿Y el pequeño accidente con Mateo?
Valentina soltó una carcajada ahogada, abrazando la almohada. No contestó. El silencio de la pantalla resultaba más elocuente que cualquier palabra.
En otro rincón de la ciudad, Mateo permanecía sentado en la penumbra de su departamento. Claudia no dejaba de hablar durante la cena, pero él apenas escuchaba una palabra; solo deseaba que se fuera y lo dejara solo. Cada tanto, el recuerdo de Valentina cayendo en sus brazos lo atravesaba como un rayo, derribando cada muro que había levantado con tanto esfuerzo.
Dejó el celular sobre la mesa, lo tomó, lo volvió a dejar. Abrió la app compartida y sus ojos se posaron en el último mensaje de Valentina:
"¿Segundo reto?"
Sus dedos se movieron casi solos, como si tuvieran vida propia. Escribió:
—Cuidado con los tacones rebeldes, Mafalda.
Pero antes de enviar el mensaje, lo borró de inmediato. Respiró hondo y cerró los ojos.
—No puedo… no debo.
Y, aun así, en el fondo de su pecho, la certeza lo consumía: ya no había marcha atrás.
Claudia dejó su bolso sobre el sillón con un gesto elegante, pero sus ojos permanecían fijos en Mateo, que hojeaba documentos con desinterés absoluto, apenas cruzando palabra alguna con ella durante la cena. Finalmente, decidió abordar aquello que la inquietaba.
—Últimamente, has cambiado —dijo, cruzándose de brazos, midiendo cada palabra—. Más callado, más… distante.
Mateo levantó la mirada, sereno, intentando no dejar traslucir nada.
—He tenido mucho trabajo, Claudia. No es nada nuevo.
Ella dio unos pasos hacia él, con una sonrisa que no alcanzaba a sus ojos.
—Trabajo, sí… —suspiró—. Pero también hay otra cosa. Estás muy cerrado en ti mismo, como si guardaras un secreto.
Él se recostó contra el respaldo del sillón, calmado, casi provocador.
—¿Y a qué viene esa observación?
Claudia lo miró fijo, midiendo cada reacción, como un gato evaluando a su presa.
—¿Acaso pasa algo con la desabrida de Valentina? Últimamente, los he visto muy… fraternales.
El nombre lo atravesó como un cuchillo. Sus cejas se arquearon, mezclando sorpresa y molestia.
—¿A qué se debe tu pregunta? —Su voz, más grave y cortante, delataba su tensión contenida.
Claudia levantó el mentón, desafiante, como si disfrutara provocarlo.
—Porque me han llegado rumores. Dicen que se envían cafés, que los vieron juntos en una cafetería… Yo misma los he visto sonriendo. Y ahora… la rescatas como si fueras su héroe.
Mateo esbozó una sonrisa cargada de fastidio, que, más que relajar, encendía la chispa de sus propios celos reprimidos.
—Es mi compañera de trabajo. Compartimos un café, como cualquier colega. ¿Eso es todo lo que te preocupa?
Claudia frunció los labios, herida, pero su orgullo no le permitió retroceder. Su mirada, sin embargo, no dejaba de ser un desafío silencioso.
—No me lo niegues, Mateo. Te conozco…
—Entonces deberías saber que detesto la inmadurez y las inseguridades —lo interrumpió él, firme, dejando los papeles sobre la mesa y mirándola directo a los ojos—. Si tienes algo que decir, dilo de frente. Pero no me vengas con rumores.