El abrazo se prolongó unos segundos más de lo que cualquiera de los dos hubiera admitido en voz alta. Valentina aún tenía los ojos húmedos, aferrada a la chaqueta de Mateo, como si soltarlo significara volver a hundirse en la tormenta.
—Gracias por venir… —susurró, con un hilo de voz que le temblaba.
Mateo esbozó una sonrisa ladeada, casi juguetona.
—No me agradezcas, Mafalda. Si no vengo yo, ¿quién más va a salvarte de cafés derramados y tacones rebeldes?
Ella soltó una carcajada nerviosa, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Eres un fastidio. ¿Ahora me vigilas? Pensé que te habías cansado de enviar retos y mensajes.
Mateo se puso serio. En ese instante quiso decirle que lo había intentado, pero no lo había conseguido. Quiso confesarle que últimamente no se reconocía, que cada vez que intentaba alejarse, algo más fuerte lo empujaba de nuevo hacia ella. Pero todos esos pensamientos se evaporaron antes de llegar a su lengua.
—No te vigilo, Mafalda… vi por casualidad el incidente —respondió, encogiéndose de hombros—. Y lo sé, a veces puedo ser un fastidio, más cuando hay desorden… Sin embargo, aun así, me abrazas como si tu vida dependiera de ello.
El comentario la ruborizó. Valentina intentó apartarse, pero Mateo la sostuvo suavemente del brazo, lo justo para que no se alejara del todo. Sus ojos se encontraron en un silencio denso, cargado de algo que ninguno de los dos quería nombrar.
Él deslizó la mano hacia su mejilla, deteniéndose apenas a unos centímetros, como si una barrera invisible se interpusiera.
—Valentina… —murmuró, con voz grave.
Un ronroneo cortó la tensión. Chewbacrazy apareció frotándose contra las piernas de Mateo, dándole la bienvenida. Mateo bajó la mirada y, sin poder evitar sonreír, se agachó para tomarlo en brazos. El gato ronroneaba con fuerza, disfrutando de las caricias.
—Así que tú eres el modelo de la foto de mi vaso… —comentó, acariciando al felino—. Eres más guapo en persona.
Valentina contempló la escena con el corazón, latiéndole a mil por hora. Una dosis de Mateo era todo lo que necesitaba para sentirse satisfecha, en paz. Y eso la aterraba. Quiso decirle —gritarle— que cada lunes su pecho se llenaba de ilusión porque sabía que lo vería, que el martes también, que el miércoles y el jueves su rutina giraba alrededor de su presencia, y que cada viernes, al caer la tarde, sentía que se encogía de miedo… porque el fin de semana significaba dos días sin él.
—¿Cómo se llama esta bola peluda? —preguntó Mateo, acariciando al gato.
—Chewbacrazy.
Mateo arqueó una ceja y soltó una risa grave.
—Vaya, sí que eres original.
Valentina frunció el ceño.
—¿Qué? —replicó, haciéndose la ofendida.
—Lo digo como cumplido —aclaró él, divertido.
—Ni siquiera sabes lo que significa ese nombre —lo retó ella, sacándole la lengua.
Mateo sonrió, con esa chispa competitiva que siempre lo acompañaba.
—¿Y quién dice que no? ¿Tú, Mafalda?
—A ver, dime entonces. Convénceme.
Mateo suspiró, aunque en sus ojos brillaba la picardía.
—Chewbacrazy… viene de Chewbacca, el wookie más leal de Star Wars. Ese que siempre está al lado de Han Solo, protegiéndolo, aunque gruñe y parece salvaje. Y “crazy” porque… bueno, míralo: es un gato que ruge como si dominara el universo, pero en el fondo es solo un loco por el cariño.
Valentina no pudo evitar reír.
—No puedo creer que lo hayas explicado tan bien.
—Te subestimas, Mafalda. Créeme, sé más de ti de lo que imaginas —respondió él, dejando la frase suspendida en el aire, cargada de un doble sentido que la hizo estremecerse.
El celular de Mateo vibró en su bolsillo. El sonido cortó la atmósfera como un cuchillo. Él cerró los ojos con fastidio, pero no necesitó mirar la pantalla: sabía quién era. Claudia.
El instante se quebró. Mateo soltó su brazo, dio un paso atrás y se aclaró la garganta.
—Debo… —titubeó—. Es tarde.
Valentina asintió con una sonrisa amarga, escondiendo el nudo en la garganta.
—Claro, no te preocupes. Yo estaré bien.
Él vaciló en la puerta, como si quisiera decir algo más, pero al final solo la miró con intensidad y salió. Valentina cerró despacio, recargando la frente en la madera.
"Estaré bien… ¿A quién quiero engañar?"
Al otro lado de la ciudad, Claudia observaba su copa de vino sin beberla. La conversación en la cafetería no había calmado su enojo; al contrario, había encendido un fuego venenoso que la consumía. Recordar la actitud tan distante de Mateo en el departamento era como echarle sal a una herida abierta, profundizando su malestar hasta el rencor. Y lo que más la atormentaba era la indiferencia de él: lo había llamado y Mateo no contestó, ni siquiera tuvo la dignidad de responder a su mensaje. Esa afrenta hizo que su furia creciera todavía más, como una víbora enroscándose en su pecho.
Con calma calculada, marcó un número en su celular. En cuanto escuchó la voz al otro lado, su tono se tornó meloso, casi encantador.
—Querida… necesito un favor. ¿Recuerdas que tienes contactos en el área de recursos humanos de la empresa de Mateo? —pausó un instante, disfrutando el veneno de sus propias palabras—. Sí, justo ahí. Quiero información sobre cierta empleada… se llama Valentina.
Escuchó la respuesta con una sonrisa gélida, como si cada palabra fuera una confirmación de su victoria.
—Perfecto. Y si encuentras algo… lo que sea… me lo envías. Yo sabré qué hacer con ello.
Colgó despacio, dejando el teléfono sobre la mesa de cristal con la misma delicadeza con la que se coloca un arma cargada. Su reflejo se mezcló con el del vino tinto, y por un instante, la imagen parecía teñida de sangre.
—Mateo es mío. Y esa mujercita aprenderá que nadie me arrebata lo que me pertenece.
Un brillo oscuro recorrió sus ojos, frío y letal. Claudia ya no pensaba solo en sacar a Valentina de la vida de Mateo: quería borrarla, destruirla, dejarla sin refugio.