Los ojos inflamados de Claudia frente al espejo del tocador no engañaban: había pasado la noche llorando por la indiferencia de Mateo. Pero no era solo dolor lo que la desbordaba; lo que más la consumía era la humillación. Abrió la gaveta, sacó su crema correctora y, con movimientos precisos, la aplicó bajo los ojos. Luego extendió la base, cubre ojeras, borrando cualquier rastro de debilidad.
Mientras maquillaba su rostro, su mente volvió al principio de todo: al instante en que lo conoció.
Había sido en una gala benéfica en Madrid. Entre risas, música y copas de vino, un pequeño accidente la hizo tropezar frente a un desconocido que, sin pensarlo, se inclinó para ayudarla. Era Mateo Han, hijo de empresarios coreanos, con un porte elegante y una educación tan refinada que contrastaba con la espontaneidad de ella. Le ofreció su pañuelo, y aunque apenas sonrió, su voz grave y su gesto cortés le bastaron para dejarla intrigada. Desde aquel día, Claudia supo que quería tenerlo a su lado, y que lo conseguiría.
Mateo siempre fue amable, pero reservado; había en él una distancia que a Claudia la volvía loca. No era frialdad, era costumbre: venía de otra cultura, otra forma de expresar el afecto. Y, aun así, ella —con su inteligencia, su audacia y su intuición para leer a las personas— logró cruzar esa muralla invisible.
Claudia era hija única, nacida en una familia española de tradición empresarial. Todo lo que tenía lo había conseguido por mérito propio; nada le había sido regalado. Luchar por lo que deseaba era su especialidad, y equivocarse no estaba dentro de sus planes. Por eso, no pensaba permitir que una mujer tan insípida como Valentina, esa coordinadora de Marketing, aunque para ella era —una asistente de sonrisa dulce y aire distraído— le arrebatara al hombre que amaba.
Se puso de pie, perfecta, cada mechón de cabello en su lugar. Miró la fotografía de aquel viaje a la Isla de Jeju, donde ella y Mateo se habían besado por primera vez frente al mar, con las linternas flotando sobre el agua. Aquella noche habían hecho el amor, y él le había entregado una copia de la llave de su departamento. Desde entonces, Claudia creyó que todo estaba sellado.
Pero había un muro que Mateo nunca derribaba: el que lo separaba de su familia. Hablaba poco de ellos, y ella, aunque fingía no notarlo, sabía que la distancia no era casualidad. Presentarla en casa no parecía formar parte de sus planes. Así que se impuso un reto: ser tan perfecta, tan brillante, que los padres de Mateo no tuvieran más opción que aceptarla.
Se calzó las medias, ajustó sus pantis y se puso los tacones de diseñador. Frente al espejo, su reflejo era el de una mujer decidida.
—No voy a perderte, Mateo —susurró con una sonrisa helada—. Ya gané el contrato con tu empresa. Mi siguiente paso será la cena de agradecimiento corporativo que voy a organizar… y esa mujer sabrá quién soy. Te voy a pisotear, Valentina. Te haré pedazos con mi mejor sonrisa.
Se permitió un último repaso: un trazo más de lápiz en los ojos, la sombra apenas difuminada; labios en tono cereza, ni demasiado suaves ni demasiado agresivos, el equilibrio perfecto entre atractivo y peligro. Tomó su bolso —pequeño, caro, y con la carta de presentación que había practicado hasta el cansancio— y salió como quien pisa una alfombra invisible de seguridad.
La ciudad la acogió con su ruido habitual: bocinas, risas, luces y éxito. Claudia manejó hacia la sede donde su equipo ya esperaba para discutir la logística final.
Ya en su oficina, se tomó un sorbo del café mientras repasaba el correo que le había enviado Recursos Humanos de la empresa de Mateo. Había peleado por cada línea de ese contrato durante meses; la firma se había convertido en su trofeo. Ahora, la celebración debía ser perfecta —y sutilmente letal—. Ella no solo había ganado el contrato: ella había conseguido que su propia compañía organizara la cena de agradecimiento en colaboración con la empresa de Mateo. Eso le daba las llaves del escenario.
En la sala de juntas, con su equipo alineado como piezas de ajedrez, desplegó la lista final de invitados. La primera columna era para los directivos: el CEO, dos vicepresidentes, y por supuesto —subrayado en rojo en su mente— Mateo Han, con un cargo superior al de Valentina. En la segunda columna figuraban los invitados externos: representantes de bancos, un periodista económico y algunos socios clave. En la tercera, los colaboradores de su propia firma. Y en una nota destacada, escribió el nombre que podía consolidar su plan: los padres de Mateo, la señora Han y el señor Han —invitados de honor por ser, según la etiqueta, “familia vinculada al proyecto”.
Valentina aparecía en la lista como coordinadora de marketing de la empresa de Mateo; su puesto era importante, sí, pero no tenía la jerarquía ni la experiencia que Claudia ostentaba. Ese pequeño detalle era un mapa: si colocaba a Valentina en la posición equivocada —una mesa mal ubicada, preguntas que la sorprendieran, un comentario casual sobre su experiencia frente a los padres de Mateo— la pondría en evidencia sin siquiera alzar la voz.
—Necesito que la recepción sea intachable —dijo Claudia, midiendo cada palabra—. El restaurante será Le Jardín Noir: privado, exclusivo, con una sala semiprivada que nos permita controlar la entrada y el flujo de los discursos. Quiero la iluminación baja, centros florales discretos y un micrófono para un brindis corto. Nada improvisado.
Su jefa de eventos asintió y tomó nota. Claudia continuó, afilando la estrategia como quien perfila un discurso:
—Yo me encargaré del orden de asientos. Mateo y sus padres estarán en la mesa central —dijo—. Valentina debe sentarse cerca de la entrada, donde pueda recibir el bullicio del servicio y las interrupciones. Además, daremos una presentación breve que muestre la magnitud del contrato; quiero que quede claro quién puso todo en marcha.
En su cabeza, ya veía la escena: Valentina, incómoda, intentando explicar cifras, mientras la señora Han asentía con esa mirada de mujer acostumbrada a juzgar a quienes aspiran a entrar en su familia; Mateo, observando, dividido. Claudia pensó incluso en los detalles culturales que podrían ganarla con la señora Han: una entrada en coreano en la tarjeta, una referencia respetuosa durante el brindis sobre la alianza entre ambas familias y empresas —un guiño que demostraría conocimiento y tacto, y que dejaría a Valentina sin palabras, incapaz de simular la misma familiaridad.