Alma de guerra
Las uñas de Valentina se habían vuelto insistentes; las mordía sin descanso, víctima de los nervios. Aunque era una mujer preparada, aquella cena la intimidaba más de lo que quería admitir. Laura, como siempre, estaba a su lado —su mejor amiga, su confidente, y ahora también su coach improvisada—, junto a su inseparable bola de pelos, Chewbacrazy, que correteaba por el sofá con la energía de quien presiente que algo importante está por suceder.
—¡Deja la cobardía, Valentina! —exclamó Laura, cruzándose de brazos—. Hazle honor a tu nombre, mujer.
Valentina puso los ojos en blancos.
—Por Dios, Laura, si a duras penas sé de mi propia cultura… ¿Qué demonios voy a saber yo de la cultura coreana? Ni siquiera sé comer con palillos.
—Eso tiene solución, mi amor. Ahorita mismo pedimos comida coreana… y para todo lo demás existe ChatGPT —sentenció con dramatismo, como si hubiese descubierto la cura del pánico social.
Laura abrió su laptop y empezó a leer en voz alta con un tono solemne:
—“La gastronomía coreana se come con una combinación de cuchara y palillos llamada sujeo.” La cuchara se usa para el arroz y las sopas, y los palillos, para los acompañamientos. Es símbolo de respeto no clavar los palillos en el arroz, y siempre se sirve primero a los mayores.”
Cerró la pantalla y sonrió triunfante.
—Listo. Clase cultural del día. Ahora, a practicar.
Minutos después, el timbre sonó: el repartidor llegó con una variedad de platos que parecían sacados de un programa de viajes. Bulgogi, bibimbap, kimchi y hasta tteokbokki. El más feliz, sin duda, fue Chewbacrazy, que corría tras cada trozo de comida que caía de los torpes palillos de Valentina.
—¡Por fin logré agarrarlo! —gritó Valentina, levantando un pedazo de carne con orgullo.
—¡Victoria! —brindó Laura con una copa de vino, riendo.
El ambiente era ligero, hasta que el teléfono de Valentina vibró. Ella miró la pantalla, y su sonrisa se desvaneció.
Laura se acercó, preocupada.
—¿Pasa algo malo, Val?
Valentina no respondió. Laura, curiosa, se asomó por encima de su hombro. En la pantalla, un mensaje relucía con un tono tan elegante como venenoso:
“Cena de agradecimiento”. Todos invitados.
No faltes 😉
—Claudia.”
Laura casi se atraganta con el vino.
—Esto no es una cena —dijo con los ojos abiertos—. Es una declaración de guerra con velas y postre.
Valentina soltó una risa amarga.
—Y lo peor es que nadie lo nota… solo ella y yo sabemos lo que significa.
Laura apoyó una mano en su hombro.
—Entonces tendrás que rugir, Valentina. A veces el destino no ronronea… ruge. Y tú vas a rugir como la leona más fuerte de esa fiesta.
Antes de que pudiera responder, el timbre volvió a sonar.
—No te levantes, yo voy —dijo Laura, con la botella aún en la mano.
Abrió la puerta, y un repartidor sostenía una caja blanca envuelta con un lazo de terciopelo color vino. En la parte superior, dos rosas rojas descansaban como un presagio.
—¿Valentina Ríos? —preguntó el hombre.
—Sí, soy yo —respondió Laura sin pensarlo—. Firme aquí, por favor.
Cerró la puerta y corrió hasta Valentina.
—¡Te llegó un paquete elegante y huele a romance carísimo! ¡Ábrelo ya!
Valentina, intrigada, tomó la caja y leyó la tarjeta. Su corazón empezó a latir con fuerza al reconocer la caligrafía: era de Mateo.
“Mafalda”,
ni creas que te dejaré sola en esta batalla.
Aquí te envío mi alma de guerra.”
—M.H.
Valentina contuvo la respiración mientras abría la caja. Dentro, cuidadosamente doblado sobre un forro de seda, yacía un vestido que parecía sacado de un sueño.
Era un hanbok moderno, de color vino profundo, con detalles en dorado y marfil, la falda amplia y etérea como una nube, con una cinta de seda que caía en forma de lazo sobre el pecho. Las mangas, semitransparentes, estaban bordadas con hilos dorados que formaban pequeños pétalos, y en el centro del lazo había una diminuta rosa blanca. Era la mezcla perfecta entre elegancia coreana y romanticismo occidental, una pieza que hablaba sin palabras.
—Jamás había tenido algo así… —susurró Valentina, con la voz entrecortada.
Laura, con los ojos vidriosos de emoción, siguió hurgando en la caja y encontró otra tarjeta más pequeña.
“Y como toda guerrera necesita su escudo…
Aquí tienes una cita con el mejor estilista.
No irás sola. —M.”
Laura chilló de felicidad.
—¡Este hombre está obsesionado contigo y yo lo apruebo oficialmente! —exclamó—. Vamos a hacer historia, amiga mía.
Valentina rio, y de pronto las lágrimas aparecieron sin permiso.
—¿Por qué hace todo esto?
—Porque te ve como lo que eres —respondió Laura, abrazándola—. La única capaz de desarmar su mundo.
El reloj marcaba las diez de la mañana y el apartamento de Valentina ya era un caos de ropa, maquillaje y risas nerviosas. Laura iba de un lado a otro revisando cada detalle, mientras Chewbacrazy se escondía entre los cojines, asustado por tanto alboroto.
—¡No puedo creer que esto esté pasando! —dijo Laura, con una mezcla de histeria y emoción—. ¡El mismísimo estilista de “Lumière & Co”! ¿Sabes lo difícil que es conseguir una cita con él?
Valentina sonrió con cierta timidez, todavía incrédula por la magnitud del gesto de Mateo.
—No sé cómo lo hizo, pero… sí, estoy impresionada.
El vestido que él le había enviado la noche anterior colgaba ahora en la puerta del armario, como una joya expuesta en vitrina.
El cuello tenía un lazo de raso cruzado, detalle tradicional, pero el corte de la cintura resaltaba su figura con una sutileza exquisita.
—Esto no es un vestido —murmuró Laura, maravillada—, es una declaración de guerra con glamour.