La lluvia comenzó a caer frente a la ventana de Valentina. Ella la contemplaba ensimismada, hundida en una depresión repentina que ni siquiera los cariños de Chewbacrazy lograban disipar. Cada gota parecía un recordatorio punzante de todo lo que había perdido en apenas unas horas.
Abrió la ventana de par en par; el agua empapaba su cabello, el abrigo… el alma. No se cubrió. No cerró nada. Dejó que la tormenta la encontrara, que la borrara.
Las luces de la ciudad se disolvían en charcos temblorosos, reflejando su mundo deshecho, como si todo lo que conocía se estuviera derritiendo frente a ella.
En su mente resonaba una voz del pasado, una de aquellas que nunca se apagan del todo. La voz del niño del colegio:
—Eres fea, Valentina. Fea y rara.
Y la de su tía, entre cigarrillos y juicios:
—¿Por qué no puedes ser como las demás niñas?
—No vas a llegar a ningún lado. Nadie se fija en una niña como tú.
Luego la desgracia más dolorosa que la terminó de romper cuando aún era una adolescente inexperta; cerró los ojos y fragmentos de su alma se volvieron lágrimas y comenzaron a derramarse por sus ojos. Volvían los ecos: “No sirves”.
Y ella lo creyó. Durante años, lo creyó. Por eso trabajó el doble, habló menos, sonrió solo cuando era estrictamente necesario. Reflexionaba que la perfección podría silenciar el ruido de esas voces.
Pero ahora… ahora el mundo volvía a llamarla fea, insuficiente, culpable. Como si nunca hubiera escapado de aquella aula, de aquella casa, donde aprendió a odiarse a sí misma.
Por fin cerró la ventana y se quedó frente al espejo, donde su reflejo temblaba entre luces y lluvia. La mujer que vio no era la de las portadas, ni la que sonreía en los eventos de AURA. Era una niña empapada, con los ojos llenos de miedo.
Y fue entonces cuando lo comprendió: el escándalo no la había destruido… solo había despertado a los fantasmas que siempre habían estado allí, aguardando pacientemente.
Un suave roce en su pierna la sacó de sus pensamientos. Chewbacrazy, con sus grandes ojos llenos de preocupación, se frotaba contra ella, emitiendo un pequeño ronroneo que parecía decir: “No estás sola, incluso cuando todo se derrumba.”
Valentina lo miró y, por un instante, un hilo de calma recorrió su pecho. Sus manos temblorosas se posaron sobre su cabeza, acariciándolo con suavidad. La tristeza seguía allí, pero la presencia de Chewbacrazy era un recordatorio silencioso de que aún podía aferrarse a algo bueno, a algo real.
Y aunque la tormenta rugía afuera, y dentro de ella la tempestad no cedía, supo que no todo estaba perdido. Al menos, no del todo.
En el otro extremo de la ciudad, Mateo también comenzaba a enfrentarse a su propia guerra, a sus demonios personales. No sabía si odiar a Claudia por lo que hizo o agradecerle, porque sus acciones lo habían empujado a confrontar la realidad que tanto había evitado.
Cerró la puerta del despacho familiar con más fuerza de la necesaria, y el golpe resonó contra las paredes como un aviso. Su padre levantó la vista del informe con una lentitud irritante, mientras su madre, impecable como siempre, tomaba té sin mirarlo directamente, los labios apretados en una línea de reproche silencioso.
—¿Qué fue lo que hiciste, Mateo? —la voz del señor Han era un bisturí. Fría. Precisa.
Mateo apretó la mandíbula, los nudillos blancos sobre la mesa. Respiró hondo, intentando controlar el temblor que empezaba a recorrerle los brazos.
—Nada que ustedes no hayan hecho antes —respondió, con voz firme pero cargada de tensión, casi un susurro que retumbaba entre las paredes del despacho.
—No uses ese tono —intervino su madre, apenas alzando la mirada—. La prensa está asociando tu nombre al de esa… mujer que trabaja en nuestra empresa.
—Su nombre es Valentina —corrigió él, clavando la mirada en ellos, sin parpadear.
—Una diseñadora sin apellido. Sin clase. Sin futuro —dijo su padre, dejando el informe sobre la mesa como si fuera un arma—. Y además, la vimos en la fiesta usando ese hanbok moderno que… bueno, que claramente pretendía impresionar. ¿De verdad vas a arruinar todo por una historia con ella?
Mateo sintió cómo el pecho se le contraía. Ese hanbok era un regalo suyo, pensado para que Valentina se sintiera segura y hermosa. Que ellos lo interpretaran como un gesto calculado le dolía más que cualquier crítica. Cerró los ojos un instante, como buscando fuerzas, y dejó salir un suspiro pesado antes de continuar.
—Ustedes ya arruinaron suficiente —dijo finalmente, levantando la mirada y fijándola en su padre—. Arruinaron a mamá cuando le hicieron creer que el deber era más importante que la felicidad. Arruinaron a Minho cuando lo empujaron a estudiar lo que no quería. Y a mí… me arruinaron la idea de amor.
El silencio que siguió fue casi sagrado. Su madre bajó la mirada, temblando ligeramente, quizá por primera vez vulnerable ante él. Su padre frunció el ceño, los dedos tamborileando contra la mesa.
—Eres un Han, Mateo. No puedes permitirte flaquear —dijo su madre, con voz quebrada pero firme—.
—Entonces no quiero serlo —respondió él, bajo, pero con decisión, apretando los puños sobre la mesa hasta que le dolieron los nudillos.
—¿Y por quién pretendes dejarlo todo? —preguntó su padre, exasperado, levantando una ceja y clavando la mirada—. ¿Por una mujer que ni siquiera te contesta los mensajes? —Mateo levantó la cabeza, la tensión recorriéndole el cuello—. Nuestros contactos en la empresa nos dijeron que ha estado ignorando tus llamados. Y además… nos enteramos de algo más: ¿qué es este compromiso oculto con Claudia? ¿Cómo es que nunca nos informaste?
La acusación lo atravesó, y un dolor frío se instaló en su pecho. Su secreto, su compromiso anterior, que creía bajo control, ahora estaba expuesto. Cerró los ojos, respiró hondo y golpeó suavemente la mesa con la palma, un gesto contenido de frustración.