El Match equivocado

Capítulo 23 — Estrella fugaz

Aquel fin de semana fue uno de los más oscuros para Valentina. Apagó el celular tras eliminar todas sus redes sociales; no quería leer ni una palabra más, ni ver su nombre convertido en burla. “Cenicienta”, “aprovechada”… esos eran los insultos más dulces que había recibido.

Dejó la llave en el cerrojo, consciente de que así Laura no podría entrar. Ese sábado necesitaba llorar sin testigos, dejar que su dolor respirara entre lágrimas.

Chewbacrazy, su pequeño guardián peludo, no se separaba de ella. Con sus patitas amasaba su vientre, intentando calmar el vacío que ella misma no sabía llenar, y ronroneaba sus canciones gatunas, como solía decir Valentina. Pero esta vez no bastaba. Las lágrimas caían más hondas, cargadas de un peso antiguo que la perseguía desde su infancia.

Lo abrazó fuerte, buscando refugio en su calor.

—Aún lo recuerdo, Chewbacrazy —susurró con voz temblorosa—. Recuerdo cómo nos encontramos… Yo acababa de salir de la clínica, después de perder a mi bebé. Oh, Dios… qué culpa sentí. Pensé que esa alma me había abandonado porque tuve miedo, ya que no era capaz. Y cuando se fue… comprendí cuánto la necesitaba. La amaba, aunque nunca pude ver sus ojos.

Las lágrimas regresaron con fuerza.

—Y su padre… —continuó, quebrada—. Ese hombre que juró amarme… pagó la clínica y desapareció. Dijo que no quería seguir a mi lado. Me dejó con el alma rota y el cuerpo vacío, como si una parte de mí se hubiera marchado con ella.

Chewbacrazy se frotó más contra ella, ronroneando, y Valentina posó una leve sonrisa en sus labios.

—Sí, lo sé… todos dicen que soy un desastre. Pero ese día, al salir de la clínica, cuando la lluvia caía conmigo… te escuché maullar. Eras apenas una bolita temblorosa dentro de una bolsa, empapado y abandonado. Te tomé en mis brazos y, en ese instante, supe que la vida me devolvía algo. En ti encontré el amor maternal que había quedado suspendido en el aire. Te alimenté, te cuidé… y juntos sanamos.

Un pequeño rayo de calma se filtró en su pecho.

—Eres mi único amor incondicional, mi milagro peludo —susurró.

Su mano temblorosa se deslizó hasta su omóplato derecho, donde un pequeño tatuaje brillaba bajo la luz tenue: una estrella fugaz y una fecha. Era el recuerdo de su hija, la que nunca pudo abrazar.

—Siempre te amaré, mi estrella fugaz —dijo, cerrando los ojos—. Perdóname por no saber hacerlo desde el principio… Sé que eras niña; mi corazón de madre me lo dice. Y aunque no llegaste a respirar este mundo, estás dentro de mí.

Apretó la mano sobre el pecho, donde su corazón latía con fuerza. Inspiró hondo y recordó algo que la ciencia había confirmado, pero que su alma siempre había sospechado: aunque su bebé solo hubiera estado un mes con ella, algunas de sus células seguían allí, viviendo en su cuerpo como testigos silenciosos de su amor y su dolor. Entretejidas con las suyas, viajaban por su sangre, su corazón, su cerebro… un vínculo invisible pero eterno, conocido como microquimerismo fetal.

—Eso quiero creer… que tus células viven en mí, que me acompañan en cada latido. Que aunque el mundo no te vio, tú sigues aquí. Eternamente unidas, mi niña de luz, mi pequeña estrella… —susurró, con la voz quebrada.

Valentina apoyó la frente contra el vidrio empañado de la ventana. La lluvia caía con fuerza, pero esta vez no parecía castigarla: más bien acompañaba su respiración, marcando un ritmo que se mezclaba con los latidos de su corazón.

Un temblor recorrió su cuerpo, mezcla de tristeza y ternura. Cerró los ojos y pudo imaginar su presencia: diminuta, luminosa, un hilo de luz atravesando cada célula de su ser, recordándole que no todo estaba perdido.

Chewbacrazy se frotó contra su pierna, ronroneando bajo su palma, y Valentina sonrió débilmente. Su pequeño amigo parecía entenderla sin palabras.

—Fui incapaz de abrazarte en este mundo… pero nunca dejaré de amarte —continuó—. Mi amor por ti no tiene tiempo ni espacio. Eres parte de mí, y siempre lo serás. Cada latido, cada respiración… es un recordatorio de que tu vida dejó huella, y siempre la dejará.

Sus dedos recorrieron el tatuaje de estrella fugaz. Una lágrima cayó, pero esta vez no ardía tanto. Era una lágrima de reconciliación, un puente entre lo que perdió y lo que aún podía sentir.
—Gracias por enseñarme a amar sin medida, mi pequeña estrella fugaz. Gracias por enseñarme a seguir… —murmuró. Su corazón latió con fuerza, como si la vida misma le respondiera.

Valentina abrió los ojos y, por primera vez en días, permitió que un hilo de calma recorriera su pecho. No todo estaba perdido. No del todo.
Aun en las sombras, aun en su luz, ella siempre existiría.

Valentina cerró los ojos, permitiéndose sentir que algo dentro de ella aún respiraba. En otra parte de la ciudad, Mateo conducía bajo la misma lluvia, cada charco reflejando su determinación. Su destino estaba marcado, y Claudia estaba en el otro extremo de esa tormenta.

Mientras los kilómetros se acortaban, Mateo repasaba los últimos acontecimientos. Para ser sincero, ya no le importaba lo que pusieran en las redes sociales; lo único que le dolía era el daño que habían hecho a su Mafalda, su Valentina. Hombre analítico por naturaleza, había observado cada detalle de aquella mujer que llegaba a la oficina con el cabello despeinado y el ceño fruncido, con esa mezcla de fragilidad y fuerza que lo atraía irremediablemente. Una sonrisa suave se dibujó en sus labios al recordar esos gestos, pero se desvaneció al evocar las palabras de su padre: esa chica había perdido un bebé. El dolor de haber llegado tarde a su vida y el odio hacia el cobarde que la abandonó lo atravesaron como un cuchillo. Mateo había leído el informe, conocía cada detalle.

—Perdón por llegar tarde a tu vida, Mafalda… —murmuró entre pensamientos, sin darse cuenta de que había llegado a su destino. El GPS confirmaba la ubicación.




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