Mateo respiró profundamente. Haber terminado con Claudia le había quitado un peso enorme de encima; por primera vez en años sintió que podía respirar. Y se sorprendió al notar cuánto tiempo había estado viviendo asfixiado, hundido en una relación hecha de control y pasividad. Claro que sabía que aquella tregua sería corta: conocía demasiado bien a Claudia, y ella era de armas tomar.
Cerró los ojos y elevó la vista hacia el cielo nublado. Las gotas de lluvia resbalaron por su rostro, frías, insistentes. En ese instante sintió un deseo repentino, casi desesperado, de ir a ver a Valentina. Todos sus recuerdos de ella pasaron como flashes por su mente: su risa tímida, su mirada herida, su forma de morderse el labio cuando estaba nerviosa. Un nudo lo ahogó.
La oficina nunca volvería a ser la misma sin ella. Tenía que hacer algo. Tenía que borrar la huella venenosa que Claudia, con alevosía, había marcado sobre Valentina como símbolo de venganza. Y en ese momento, casi revelador, Mateo comprendió algo que había intentado ignorar: aquella mujer, tan rota por dentro, tan fuerte pese a todo, tenía el poder de mostrarle la calidez del sol y de impulsarlo a ser quien era… sin filtros, sin máscaras.
Subió a su coche con el corazón acelerado y condujo directo hacia el departamento de Valentina. La carretera se volvió infinita, interminable, como si quisiera poner a prueba su determinación. Él solo deseaba acortar distancias, llegar hasta ella y mirarla a los ojos para decirle que los retos terminaban allí, que ya no quería ocultarse más, que por fin estaba listo para mostrarse tal como era.
Cuando por fin llegó al edificio de Valentina, la lluvia se había vuelto inclemente. Apretó su abrigo sobre los hombros, abrió el paraguas y subió directamente hasta su puerta. Tocó una vez. Nadie respondió. Tocó otra. El silencio seguía clavándose como agujas.
Desesperado, dijo con la voz cargada de súplica:
—Sé que estás ahí, Valentina… por favor, déjame entrar. Hablemos. Podemos solucionar esto juntos.
Pero la respuesta fue la misma: silencio.
Sacó su celular y la llamó. La contestadora fue lo único que lo recibió. Mateo dejó caer el brazo, derrotado. Suspira hondo, sintiendo cómo la tristeza se le instalaba en el pecho como una piedra fría.
Y así, empapado por la lluvia y por la impotencia, Mateo se alejó del departamento de Valentina… con la sensación amarga de haber llegado demasiado tarde.
Valentina se estaba terminando de duchar cuando escuchó el timbre. El agua aún resbalaba por su piel cuando frunció el ceño: ¿quién tocaría a esa hora con semejante tormenta?
Se secó rápidamente y alzó la cabeza, escuchando el retumbar de la lluvia contra los ventanales.
—¿Laura? —murmuró para sí, dejando escapar un suspiro cansado—. Capaz de manejar bajo esta lluvia… sí lo estaría.
Esa idea la empujó a pensar en su celular, aún apagado desde que decidió desaparecer del mundo por unos días. “Tendré que encenderlo y escribirle”, pensó. “Decirle que estoy bien… o al menos fingirlo”.
Lo tomó con manos temblorosas. Intentó encenderlo, pero apenas vio la pantalla iluminándose, sintió cómo la tristeza regresaba en oleadas, como una marea oscura que ahogaba cada intento de volver a la realidad.
Suspiró y dejó caer el teléfono sobre la cama. Laura la conocía demasiado bien; sabía que cuando Valentina entraba en sus procesos, simplemente… se apagaba del mundo.
Estaba a punto de resignarse cuando escuchó una voz más allá de la puerta. Una voz que no esperaba. Una que la atravesó sin permiso.
Mateo.
El corazón le dio un vuelco, tan fuerte que se llevó la mano al pecho. El latido era tan rápido que parecía una taquicardia.
Tuvo que apoyarse en la pared para no perder el equilibrio. Apenas pudo respirar. Él otra vez allí, llamándola, bajo la lluvia… ¿Por qué ahora?, ¿por qué a ella?
Caminó en puntillas, casi sin darse cuenta, como si una fuerza ajena la guiara. Llegó hasta la puerta y se asomó por el ojo mágico. Y ahí estaba, Mateo. Imponente… Hermoso. Empapado por la tormenta, con el rostro cargado de desesperación y algo más… algo que no se atrevía a nombrar.
Valentina sintió que algo dentro de ella se rompía y se reconstruía al mismo tiempo.
—No merezco a alguien como tú —pensó, tragando saliva mientras se alejaba un poco del ojo mágico.
Su mente la atacó con recuerdos punzantes: su relación fallida, la pérdida de su primogénito, la soledad convertida en costumbre, la culpa que la acompañaba como sombra.
—No… tú mereces a alguien mejor —se dijo con dolor.
—Alguien más limpia… más entera. Con Claudia estarás mejor. Ella es perfecta, no está rota como yo.
Su respiración se hizo débil. Sus manos temblaban. Cerró los ojos y, con una mezcla de valentía y cobardía, dio media vuelta. Ignoró el llamado de Mateo, su voz quebrándose al otro lado de la puerta.
Ignoró el único rayo de luz que había tocado su vida… porque estaba convencida de que no merecía ese tipo de amor.
Valentina permaneció inmóvil, con la frente apoyada contra la madera fría. Sus dedos temblaban. Su respiración era un susurro roto.
Escuchó cómo Mateo se alejaba, cómo el eco de sus pasos se hacía pequeño, cómo la lluvia volvía a tragárselo todo.
Algo dentro de ella quiso correr, abrir la puerta, llamarlo, pero no pudo. No se atrevió.
—No puedo darte lo que buscas… —susurró, aunque él ya no podía oírla.
Cayó lentamente al suelo, abrazando sus rodillas, mientras las lágrimas comenzaban a caer sin resistencia.
“¿Por qué vienes cuando ya no puedo más? ¿Por qué me miras como si fuera valiosa… cuando yo me siento hecha pedazos?”, pensó con un nudo en el pecho.
Miró el celular apagado sobre la cama. Miró la puerta cerrada.
“Me ama… y yo no sé qué hacer con eso.” Seguidamente encendió el celular, entró a la aplicación y la eliminó.
La tormenta siguió golpeando, pero esta vez no la acompañaba: la rodeaba. Y Valentina, rota en silencio, dejó que su corazón latiera con dolor… sabiendo que había dejado ir al único hombre que había tocado su alma de una forma que nadie más había logrado.