La visión de Mateo desde el balcón era irreal… Los fisgones lo contemplaban desde abajo como si asistieran a un drama coreano en vivo.
Valentina, paralizada, tomó a Chewbacrazy en brazos como si el gato pudiera impedirle correr directo a los brazos de aquel hombre que la esperaba como un Romeo moderno rodeado de flores.
Laura, al ver que Valentina había quedado petrificada, le dio un empujón emocional.
—¿Piensas dejarlo ahí abajo esperando? ¡Baja! —reclamó, indignada.
Valentina seguía rígida, casi estatua, con la inseguridad escapándole por cada poro. En su mente, los pensamientos se atropellaban:
Está comprometido con Claudia…
Sus padres pidieron que me sacaran de la empresa…
Dios mío, yo no puedo darle la felicidad que él busca…
—No voy a bajar —dijo con una firmeza que apenas sostenía, apretando a Chewbacrazy contra su pecho.
—¡Por Dios, Valentina, vas a matar al pobre gato si sigues apretándolo así! —exclamó Laura, arrancándole al animal y poniéndolo bajo su brazo como si fuera una cartera.
Abajo, Mateo levantó la mirada. Vio la duda en los ojos de Valentina y tomó una decisión.
Respiró hondo y entró al edificio con pasos que resonaron como un tambor de guerra.
Subió cada escalón como si escalara una batalla emocional, mientras los espectadores cuchicheaban, fascinados por el drama.
Cuando llegó frente a la puerta del departamento, no hizo falta tocar; Laura abrió de golpe, Chewbacrazy bajó un brazo y su cartera bajó el otro.
—Hola, Mat… eh, jefe. Yo ya me voy. Valentina está adentro —le dijo, guiñándole un ojo como quien empuja conscientemente a dos almas destinadas.
Mateo le sonrió de lado, agradecido y tenso.
—No tardo —dijo Laura antes de salir—. Pórtate bien, caballero de las camelias.
Cerró la puerta tras ella. Entonces Mateo giró… Y la vio. Valentina estaba de pie a unos metros, los ojos rojos, la respiración irregular. Temblaba, no por miedo, sino por el peso de todo lo que había guardado en silencio.
Él dio un paso. Ella retrocedió uno.
El aire entre ellos chispeó con una tensión física que podía cortarse con un suspiro.
—Vale… —susurró él, quebrado desde la primera sílaba.
Ella bajó la mirada, incapaz de sostenerlo. Mateo apretó la camelia que llevaba en la mano, como aferrándose a la última parte de sí mismo que no se había derrumbado.
—¿Por qué desapareciste? —su voz salió ronca, herida—. ¿Por qué no contestaste mis llamadas? ¿Por qué me borraste… de tu vida? —Su pecho subía y bajaba con un dolor que llevaba días acumulado—. ¿Por qué no dejaste… que me acercara?
Valentina tragó saliva, sintiendo que el mundo se encogía.
—Yo… no podía —susurró.
—¿No podías confiar en mí? —preguntó él, muy bajo. El brillo de sus ojos lo traicionó. No era enojo: era dolor.
Ella abrió la boca, pero no logró decir nada. Mateo dio otro paso hacia ella. Esta vez, Valentina no retrocedió. Sus respiraciones se mezclaron.
—Claudia mandó a publicar esas fotos —confesó él, con la voz quebrándosele por dentro—. Ella creó ese chisme. Mis padres se enteraron. Por eso RH te pidió tomarte vacaciones. No fue decisión tuya. Ni mía. Fue una tormenta… que nadie vio venir.
Las lágrimas rodaron silenciosas por las mejillas de Valentina.
—Y aun así… —continuó él—. Tú me dejaste fuera. Como si yo fuera parte del problema.
—Mateo… —susurró ella, temblando.
—No, déjame terminar.
—Su voz bajó más, íntima, vulnerable—. Me dolió, Valentina. Me dolió que me ignoraras… Que me cerraras la puerta. Que no me dieras la oportunidad de explicarte.
Su mirada descendió hacia sus manos temblorosas.
—Me dolió que no confiaras en mí cuando más necesitabas apoyo.
Ella levantó la vista lentamente. Mateo estaba devastado. Se acercó un paso más, apenas a centímetros de ella.
—Si quieres que me vaya, me voy —susurró él, con la voz rota—. Pero dime a los ojos que no sientes nada por mí.
El silencio los envolvió. Ella tragó saliva, mientras él respiró hondo. Estaban tan cerca que sentían el calor del otro.
Valentina abrió la boca… pero no salió ningún sonido y Mateo, con un temblor que no pudo contener, murmuró:
—Te extrañé… —La voz se le quebró—. Más de lo que pensé que era capaz de extrañar a alguien.
Y así, mi amor… el mundo se detuvo.
Valentina no respondió. Solo respiraba con dificultad, como si cada palabra de Mateo hubiera removido algo que llevaba años escondido.
Él la miró… y de pronto lo vio: la vulnerabilidad, esa fragilidad que ella ocultaba bajo capas de sarcasmo, silencio y distancia.
Un recuerdo punzante cruzó su mente:
El informe que su padre le entregó semanas atrás, cuando decidió investigar a la misteriosa mujer que se había cruzado en su vida de forma tan abrupta.
Le molestaba la invasión, sí, pero también había sido la primera vez que supo de su pérdida…
de su depresión…
de sus medicinas…
de sus miedos.
Ese recuerdo lo partió en dos y no pudo evitarlo. Mateo la abrazó fuerte, con esa necesidad desesperada de quien teme perder lo más valioso del mundo.
Valentina temblaba… Temblaba tanto que él sintió el latido frenético de su corazón pegado a su pecho.
Sus lágrimas mojaron la camisa de Mateo. Él sonrió, porque el momento lo pedía, y porque sabía que ella necesitaba respirar entre lágrimas.
—Mafalda… qué llorona eres —susurró él, acariciándole suavemente la espalda—. Pensé que solo eras gruñonas… pero veo que tu versión llorona es todavía más potente.
Ella soltó una risa quebrada entre sollozos, como si una fractura se estuviera reparando desde dentro.
Intentó decir algo, limpiar su rostro, explicarle sobre Claudia, sobre sus inseguridades, sobre sus miedos… pero Mateo lo sintió antes de que ella hablara. Él colocó un dedo en su barbilla y la obligó a levantar el rostro.