El aroma a camelias impregnaba cada rincón del apartamento, mezclándose con la luz tenue de la mañana que se filtraba entre las cortinas.
Valentina despertó lentamente, envuelta en ese perfume dulce y sutil que ahora asociaba inevitablemente a él… A Mateo.
Cerró los ojos un momento más, permitiéndose recordar su rostro, esa mirada intensa, casi hipnotizante, capaz de atravesarla sin esfuerzo; la firmeza de su mandíbula, delineada con una precisión casi artística; los labios suaves y perfectamente dibujados que parecían hechos para pronunciar su nombre; el aire tranquilo, casi silencioso, con el que él transmitía masculinidad sin necesidad de imponerse; esa mezcla de vulnerabilidad contenida y elegancia natural que lo hacía imposible de ignorar.
Era el tipo de hombre cuyo gesto más pequeño podía desarmar a cualquiera. Una inclinación leve de cabeza, ese silencio que decía más que un discurso. Su sonrisa apenas curva que parecía esconder secretos y heridas… Un porte recto, impecable, capaz de llenar una habitación sin levantar la voz.
Valentina sintió un calor inexplicable recorrerle el pecho. Suspiró, hundiéndose un instante más en las sábanas… cuando un golpe seco la hizo sobresaltarse.
—¿Qué fue eso? —murmuró, incorporándose.
Caminó hasta la sala y encontró un jarrón roto en el suelo, esparcido entre pétalos de camelia marchitos. Por un instante, el corazón se le encogió; lo tomó como un presagio, un recordatorio de que la belleza a veces también se quiebra.
Pero entonces vio al culpable.
Chewbacrazy estaba sentado en medio del desastre, con la dignidad de un emperador coreano atrapado en el cuerpo de un gato.
—¿En serio? —exhaló Valentina, llevándose una mano a la frente.
El gato maulló y se frotó contra sus tobillos, indiferente al caos.
—Bueno… fue solo un accidente —murmuró, dejando escapar una carcajada suave—. Por suerte, Mateo ya se encargó de convertir nuestra casa en un invernadero coreano.
Tomó a Chewbacrazy en brazos y lo besó en la cabeza.
—Estoy nerviosa, ¿sabes? —susurró, acariciando su pelaje—. No sé dónde va a ser la cita, ni qué planea Mateo… pero resultó ser más ocurrente que yo. El gato ronroneó como si confirmara cada palabra.
Valentina apretó el vaso de café que Mateo le había enviado el día anterior, sintiendo que el dulce aroma y la fragancia de las camelias parecían seguirla a cada paso.
—Dios mío —murmuró mirando el desastre floral en su sala—. Este hombre va a ser mi ruina emocional.
Y sin embargo… Una sonrisa empezó a dibujarse en sus labios.
El celular vibró entre sus dedos. Valentina abrió el mensaje sin pensarlo, sintiendo un repentino vuelco en el estómago.
Mafalda, mi chofer pasará por ti a las 20:00.
La hora del perro.
—¿Hora del Perro? —musitó, arqueando una ceja.
En Corea del Sur, esa franja horaria, tradicionalmente asociada al zodiaco, representaba el momento en que el hogar se llenaba de calma, cuando las familias se reunían y el corazón podía descansar después del día. Era la hora del resguardo. De la sinceridad.
Siguió leyendo.
Mafalda, quiero mostrarte más aspectos de mi alma. En mi cultura, el amor no siempre se dice… se demuestra. A veces se expresa con paciencia, otras con silencio y otras con gestos que hablan más alto que las palabras. Hoy quiero enseñarte esa parte de mí. Esa que no todos conocen.
Valentina sintió que algo cálido le subía por el pecho, como si las palabras lo hubieran tocado directamente.
El mensaje continuaba:
Dicen en Corea que “el corazón reconoce lo que la boca teme decir”. Yo… tengo mucho que mostrarte todavía. Será una sorpresa, Mafalda. Atte. Señor Espresso.
Ella presionó el celular contra su pecho un instante, respirando hondo. Ese hombre, con su forma de hablar suave pero firme, estaba rompiendo todas sus defensas.
Cada frase llevaba una mezcla de tradición, ternura y esa filosofía coreana donde el amor es algo que se construye con actos silenciosos y constantes… no solo con palabras grandilocuentes.
—Ay, Dios… —susurró, sintiendo cómo Chewbacrazy la observaba desde el sofá—. ¿Qué está tramando este hombre?
Pero la sonrisa que se le escapó, dulce y nerviosa, lo decía todo. Mateo estaba abriendo puertas profundas dentro de ella… puertas que jamás creyó que volvería a abrir.
Las horas pasaban lentas, desesperantes, como si el tiempo jugara en su contra. Valentina sentía el corazón golpearle el pecho con una insistencia irritante, como si quisiera escaparse antes que ella.
Abrió el armario, lo miró y suspiró.
—Nada… absolutamente nada —murmuró, mientras comenzaba a sacar prendas con la desesperación de quien busca señales en la ropa.
Vestidos por todas partes. Blusas que no recordaba haber comprado. Zapatos que parecían muy elegantes o muy simples. ¡Nada le gustaba! Nada se sentía “digno” de lo que estaba por vivir.
Finalmente, decidió llamar a la única persona capaz de detener su colapso emocional.
—¡Por fin! —exclamó Laura al contestar la videollamada—. Pensé que estabas en coma emocional.
—Ayúdame, por favor —rogó Valentina, mostrando el desastre que había creado en el cuarto.
Laura se inclinó hacia la cámara, evaluando el caos como si fuera una misión de emergencia.
—Ok, ok, tranquila… para esta cita necesitamos algo elegante, sutil, romántico, pero que no parezca que le tienes ganas desde hace meses… aunque sí le tienes —agregó guiñando un ojo.
—¡Laura! —Valentina se tapó la cara.
—Escúchame. Vas a usar ese vestido midi que te compré, el crema satinado. El que cae como agua sobre la piel. Ese deja la silueta bonita sin exagerar, con los pendientes de perlas pequeñas y los tacones nude. Natural, sofisticada… muy “soy hermosa sin siquiera intentarlo”.
Valentina tragó saliva.
—¿Seguro…?
—¡Hazme caso! —Laura la señaló como una madre coreana reprendiendo a su hijo—. Ese hombre te quiere ver brillar. Y tú vas a brillar.