El silencio que siguió al mensaje fue tan denso que Valentina sintió que podía cortarlo con las manos.
El celular seguía iluminado entre los dedos de Mateo, mostrando el rostro descompuesto de Claudia bajo la lluvia, congelada en ese gesto que no era rabia normal… sino algo peor. Descontrol. Obsesión.
“Ella no ha terminado contigo. Y tampoco con Valentina.”
Las letras parecían arder en la pantalla. Valentina tragó saliva, consciente de que su corazón estaba latiendo tan fuerte que casi le dolían las costillas.
—Mateo… —susurró, apenas un hilo de voz.
Él reaccionó primero. Apagó la pantalla, como si de esa forma pudiera contener a Claudia detrás del vidrio del teléfono, y guardó el móvil en el bolsillo con un movimiento brusco. Cuando alzó la mirada, ya no era el hombre que casi la besa… sino el que estaba listo para entrar en guerra.
—Vamos a salir de aquí —dijo con calma tensa—. Ahora.
La tomó de la mano sin brusquedad, pero con una firmeza que no admitía discusión. Valentina sintió ese contacto como un ancla en medio del caos. Sus dedos encajaban con los de él, cálidos, seguros… demasiado seguros para lo que su pecho intentaba procesar.
—¿A dónde vamos? —preguntó, dejando que la guiara hacia la puerta del pequeño salón privado.
—Primero, abajo —respondió él—. No quiero que estés expuesta aquí arriba. Este lugar es hermoso, pero tiene demasiados ángulos muertos.
Las palabras “expuesta” y “ángulos muertos” hicieron que un escalofrío le recorriera la espalda. Hasta hace minutos, ese rooftop era un escenario de ensueño: luces cálidas, camelias pintadas en las paredes, el casi beso del que todavía podía sentir la electricidad en los labios. Ahora, la misma azotea se sentía como un escenario donde alguien había bajado el telón de golpe para cambiar la obra a algo más oscuro.
Salieron al aire libre. Las luces de la ciudad se extendían a su alrededor, pero Valentina ya no las veía como constelaciones. Ahora le parecían ojos. Ojos que observaban. Ojos que sabían.
—Mateo… —intentó de nuevo—. ¿Quién te envió esa foto?
—Mi jefe de seguridad —respondió sin detenerse—. Tenemos a Claudia monitoreada desde que empezamos el proceso de separación. Hoy… las cosas escalaron más de lo previsto.
La palabra “monitoreada” le cayó como un balde de realidad. Eso ya no era solo un ex tóxico. Era un problema serio.
Al llegar al ascensor privado, Mateo tomó su celular y marcó un número con rapidez.
—Es Han —dijo en inglés primero, luego cambió al coreano con una fluidez que a Valentina le pareció hipnótica incluso en medio de la tensión—. Concreta el seguimiento del vehículo. Quiero la ubicación exacta. Y refuercen el personal en los accesos del edificio de marketing y en el condominio de Valentina. Nadie entra, nadie sale sin registro.
Ella escuchó su nombre en medio de ese mar de instrucciones y se estremeció.
—Mateo… —susurró, apretando un poco más su mano—. No creo que sea necesario tanto… Yo…
Él cortó la llamada, la miró y, por un instante, regresó un poco el hombre que la miraba como si fuera lo más importante de la habitación.
—Es necesario —dijo con suavidad firme—. No voy a subestimar a alguien que ya demostró que puede cruzar límites.
Las puertas del ascensor se cerraron y el mundo se redujo a ese pequeño espacio de metal, al reflejo de ambos en el espejo, a la respiración de los dos intentando mantener una calma que estaba colgando de un hilo.
Valentina bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas.
—Yo… no quiero causar problemas —murmuró—. Si esto se vuelve demasiado complicado, podemos… podemos hacer lo que te dije aquel día. Poner distancia. Fingir que solo somos jefe y empleada otra vez. Al menos hasta que…
—No —la cortó sin dudar.
Aquella sola palabra la dejó sin aire.
—Mateo…
Él se giró hacia ella, acortando la poca distancia que quedaba. Sus ojos habían perdido el brillo suave del casi beso, pero ahora brillaban con una determinación que la atravesó.
—No voy a castigarnos por las decisiones que yo no tomé a tiempo —dijo, con voz baja—. Claudia es mi responsabilidad, no la tuya. Lo que ella haga, lo que ella sienta… no va a definir lo que yo quiero contigo.
“Lo que yo quiero contigo.”
La garganta de Valentina se cerró. Si el miedo no estuviera agarrado a sus costillas, se habría dejado caer sobre él en ese mismo instante, solo para saber cómo se sentía enredar sus brazos en su cuello sin ninguna amenaza rondando.
—Pero… —intentó—. Si te hace daño, si afecta tu trabajo, o tu familia, o…
—Valentina —la interrumpió de nuevo, más suave—. Yo crecí evitando el conflicto. Obedeciendo para no hacer ruido. Haciendo exactamente lo que mi padre quería, aunque me ahogara. Hoy no voy a repetir esa historia contigo. No voy a dejar que el miedo decida por nosotros.
Lo dijo tan despacio, tan desde adentro, que ella supo que no hablaba solo de Claudia. Hablaba de toda su vida.
El ascensor se abrió en el lobby. El chofer esperaba en la entrada, junto a dos hombres vestidos de traje oscuro que Valentina no había visto antes.
—Joven maestro Han —uno de ellos inclinó levemente la cabeza—. El vehículo de la señorita… ya está resguardado en el sótano. El acceso al edificio fue revisado. No hay señales de intrusos.
Valentina sintió que las piernas le temblaban al escuchar la palabra “intrusos”. Mateo notó el cambio y apoyó su mano en la parte baja de su espalda, guiándola con delicadeza hacia la salida.
—Gracias. Quiero que uno de ustedes acompañe el auto de la señorita Valentina hasta su edificio y revise el perímetro. El otro se queda conmigo —ordenó con naturalidad.
—No estoy segura de querer ir a mi apartamento —soltó Valentina de golpe, la frase escapándosele antes de poder medirla—. ¿Y si…?
Se quedó a medio camino entre el miedo y la vergüenza. ¿Y si Claudia estaba esperando allí? ¿Y si ya había estado? ¿Y si todo esto era demasiado para alguien que hasta hace nada solo se preocupaba por entregar reportes a tiempo?