Valentina no se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que el aire le salió de golpe en un suspiro entrecortado. El mensaje seguía brillando en la pantalla caída sobre la alfombra, como si las palabras ardieran por sí mismas.
“Quiero ver hasta dónde llega tu valentía cuando amanezca.”
La noche, que ya era densa, pareció apretarse un poco más contra las ventanas.
Mateo se agachó primero, levantó el teléfono con cuidado y lo bloqueó con un toque seco. No hizo falta leer en voz alta; ella sabía que él lo había visto todo. No apartó los ojos de su rostro mientras se incorporaba.
—Valentina —dijo despacio—. Reúne lo que necesitas. No vamos a quedarnos aquí.
Ella tragó saliva, aun abrazando a Chewbacrazy contra el pecho. El gato ronroneaba, ajeno a amenazas, exes desquiciadas y amaneceres que venían con advertencias.
—Solo… un par de cosas —consiguió decir—. Documentos, ropa… y la comida de este señor —acarició al gato, tratando de aferrarse a algo normal.
Mateo asintió, sin dejar de observarla, como si temiera que se rompiera en cualquier momento.
—Ve al cuarto. Yo me quedo aquí con ellos —indicó, señalando al guardia que ya estaba revisando de nuevo ventanas y cerraduras, como si algo se le pudiera haber escapado.
Valentina asintió y se dirigió al pasillo. Cada paso hacia su habitación le parecía más ruidoso de lo normal, como si el eco se burlara de ella. Encendió la luz, miró su cama, el pequeño escritorio, las fotos pegadas con cinta en la pared. Emily haciendo morisquetas, Laura con cara de “te lo dije”, un selfie borroso en el que ella misma se veía riendo, con el cabello recogido a medias.
Todo eso parecía pertenecer a otra vida.
Abrió el clóset casi a ciegas y sacó una maleta pequeña. Manos temblorosas, movimientos automáticos. Un par de jeans, camisetas, ropa interior, un suéter amplio que usaba cuando el mundo le quedaba grande. Metió también su neceser, la carpeta con documentos importantes y, sin pensarlo demasiado, el pequeño cuaderno donde a veces escribía ideas, listas, pensamientos desordenados.
Cuando volvió a la sala, Mateo había cambiado de lugar. Estaba junto a la ventana, mirando hacia la calle con el ceño levemente fruncido. No era una mirada de pánico, sino de cálculo. La de alguien que estaba acostumbrado a anticipar riesgos.
—Listo —anunció ella, levantando la maleta unos centímetros.
Mateo se giró hacia ella, y su rostro se suavizó, apenas la vio.
—Bien —dijo—. Chewbacrazy viene con nosotros.
Valentina parpadeó.
—¿De verdad?
—No voy a separar a un guerrero de su humana —respondió, sin un rastro de ironía en la voz—. Además, si lo dejamos, mañana tendríamos un motín felino en este apartamento.
Ella dejó escapar una pequeña risa que se le quebró a mitad de camino. El simple intento de ligereza fue suficiente para que sintiera un nudo en la garganta.
—No tengo transportadora —admitió.
—Yo sí tengo hombres con manos —replicó Mateo, volviéndose hacia el guardia—. ¿Pueden ayudar con una caja resistente y una manta? Algo temporal.
—Enseguida, señor —respondió el hombre, desapareciendo por el pasillo en dirección al cuarto de lavandería donde Valentina guardaba cajas de envíos antiguos.
Mientras él se alejaba, el silencio se instaló de nuevo. Pero era otro tipo de silencio. No el que Claudia llenaba con amenazas, sino uno que se extendía entre los dos, como una cuerda tensa.
—Mateo —dijo ella, bajando la voz—. Esto… lo que estás haciendo… No tenías que llegar tan lejos. Yo…
—Sí, tenía —la interrumpió, acercándose un paso—. Tenía que haber llegado aquí mucho antes. Tenía que haber entendido que tolerar ciertas cosas no era ser paciente, ni maduro. Era ser cobarde.
Sus ojos se encontraron, y por un momento Valentina se olvidó de la camelia roja, de la tarjeta negra, de la voz escrita que decía “yo soy el miedo”. Lo único que sintió fue la forma en que él estaba desnudándose sin quitarse la ropa: admitiendo su culpa, su historia, sus decisiones.
El guardia regresó con una caja mediana y una manta vieja, pero limpia.
—Podemos improvisar con esto, señorita —ofreció.
Valentina colocó a Chewbacrazy dentro con cuidado. El gato protestó con un maullido ofendido, pero terminó acomodándose sobre la manta, oliendo todo como si fuera una nueva aventura.
—Lo siento, Chewie —susurró ella—. Hoy no mandamos nosotros el guion.
Mateo tomó la caja con facilidad, como si no pesara nada.
—Vamos —dijo—. Entre más rápido salgamos, mejor.
Apagaron las luces, revisaron dos veces la puerta, dejaron a los técnicos de seguridad trabajando y bajaron al estacionamiento. El trayecto en ascensor fue distinto al anterior: ya no era el encierro opresivo del rooftop, sino la sensación de estar huyendo con lo puesto.
Cuando subieron de nuevo al auto, el chofer arrancó sin hacer preguntas. Los hombres de seguridad se ubicaron en el vehículo escolta que los seguía de cerca. Valentina se sentó en el mismo asiento de antes, pero ahora apretaba la caja de Chewbacrazy contra sus piernas, como un escudo peludo.
—¿Dónde vamos exactamente? —se atrevió a preguntar, mirando a Mateo.
—A un departamento mío —respondió él—. No es mi residencia principal, pero es donde me quedo cuando necesito… espacio. Tiene seguridad reforzada y no está asociado directamente ni con la oficina ni con la casa de mi padre.
—Tu refugio secreto, básicamente —intentó bromear ella.
Mateo apoyó la cabeza en el respaldo, sin dejar de mirarla.
—Digamos que es el único lugar donde puedo dejar de ser “el joven maestro Han” por un rato —admitió—. Y esta noche quiero que tú tampoco tengas que ser “la empleada que tiene que aguantar todo en silencio”.
Valentina bajó la mirada al gato. Sus dedos acariciaron la manta, sintiendo las uñas de Chewbacrazy engancharse juguetonas.
—No soy muy buena para refugios —confesó, en voz baja—. Siempre me acostumbré a estar… alerta. A tener un plan de salida mental.