El Match equivocado

Capítulo 30 — Al amanecer, las reglas cambian

Valentina despertó antes de que el sol terminara de decidirse a salir. No fue el miedo lo que la sacó del sueño, sino una sensación extraña, casi delicada: la conciencia de no estar sola. El cuarto seguía envuelto en penumbra, pero la línea de luz que se colaba desde la sala era más clara ahora, menos nocturna.

Respiró hondo; Mateo seguía allí.

No lo veía directamente, pero lo percibía como se perciben las cosas importantes: por el peso tranquilo de su presencia. Se movió apenas en la cama y, al hacerlo, Chewbacrazy protestó con un sonido indignado antes de volver a acomodarse contra sus piernas.

—Traidor —susurró, con la voz aún pastosa por el sueño.

—Confirmado —respondió Mateo en voz baja—. Me cambió por una galleta a las tres de la mañana.

Valentina giró la cabeza hacia el borde de la cama. Él seguía sentado en el suelo, ahora con la espalda apoyada en la cama y las piernas estiradas. Tenía el cabello desordenado y una taza en la mano.

—¿Eso es… café? —preguntó, incrédula.

—Versión de emergencia —admitió—. No sabía si despertarías asustada o con hambre, así que preparé ambas posibilidades.

Ella se incorporó lentamente, envolviéndose con la sábana.

—Eres peligrosamente eficiente incluso medio dormido.

—Defecto profesional —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo estás?

Valentina tardó un segundo en responder. Se llevó una mano al pecho, evaluando.

—Menos aterrada que anoche —dijo al fin—. Lo cual ya es una mejora.

Mateo asintió, como si esa respuesta fuera suficiente por ahora. Le tendió la taza.

—Está cargado —advirtió—. Por si el amanecer viene con malas ideas.

Ella la tomó con ambas manos. El calor la ayudó a terminar de aterrizar.

—Gracias… por quedarte —añadió, sin mirarlo directamente—. No solo por esta noche. Por no irte cuando todo se volvió incómodo.

Mateo levantó la vista hacia ella.

—No me fui porque no quería hacerlo —respondió con sencillez—. Y porque, aunque suene poco romántico, huir siempre me ha parecido una pésima estrategia a largo plazo.

Valentina sonrió apenas.

—Habla el hombre que vive rodeado de planes de contingencia.

—Precisamente por eso —replicó—. Y tú… ¿Cómo amaneciste?

Ella dudó un instante.

—Con miedo —admitió—. Pero también con una idea peligrosa.

—Las ideas peligrosas suelen ser mis favoritas —dijo él—. ¿Puedo escucharla?

Valentina respiró hondo.

—No quiero seguir escondiéndome —dijo—. No quiero que Claudia dicte cómo me muevo, qué hago o cuándo respiro. Sé que suena valiente ahora, con café y seguridad privada… pero no quiero que esto se convierta en mi nueva normalidad.

Mateo no respondió de inmediato. Se levantó despacio, dejando la taza en la mesa de noche, y se apoyó en la pared frente a ella.

—No suena imprudente —dijo—. Suena cansado. Y eso lo entiendo.

—No quiero ser la razón por la que tomes decisiones precipitadas —añadió ella—. Ni la excusa para una guerra que no pedí.

—Valentina —dijo él, con una firmeza suave—. Claudia ya cruzó esa línea sola. Esto no es por ti. Es por lo que yo permití durante demasiado tiempo.

Sus miradas se encontraron, y por un segundo el aire pareció espesarse.

—Aun así —continuó él—, no voy a hacer nada sin ti. Ni mover una ficha que te deje fuera del tablero.

La frase la desarmó un poco.

—¿Eso significa que puedo opinar? —preguntó, intentando bromear—. ¿Incluso si no sé nada de clanes familiares disfuncionales ni de estrategias empresariales de alto riesgo?

—Significa —respondió— que tu opinión pesa más que la de cualquiera que solo vea esto como un problema que hay que neutralizar.

El silencio que siguió no fue incómodo. Fue expectante.

Chewbacrazy saltó de la cama y caminó entre ellos, estirándose exageradamente, como si reclamara atención.

—Él también opina —dijo Valentina—. Y creo que vota por desayuno.

Mateo dejó escapar una risa baja.

—Eso sí puedo cumplirlo sin convocar a un comité —dijo—. Tengo ingredientes. No prometo milagros, pero sé hacer huevos decentes.

—Acepto bajo protesta —respondió ella—. Mi estándar culinario bajó dramáticamente esta semana.

Se movieron juntos hacia la cocina. No se tocaban, pero caminaban sincronizados, como si el cuerpo hubiera entendido algo antes que la mente. La ciudad, vista desde los ventanales, empezaba a despertar.

Mientras Mateo se movía con naturalidad entre la encimera y la estufa, Valentina se sentó en uno de los taburetes, observándolo en silencio. Había algo extrañamente íntimo en verlo así, concentrado en algo tan simple.

—Mateo —dijo de pronto—. Anoche… cuando dijiste que no ibas a aprovecharte de mí…

Él se detuvo apenas.

—Lo decía en serio —respondió—. No quiero que lo nuestro nazca del miedo ni de la gratitud. Quiero que, si pasa algo, sea porque ambos lo elegimos con la cabeza clara.

Ella asintió, sintiendo una mezcla de alivio y vértigo.

—Me gusta cómo suena eso —admitió—. Me asusta… pero me gusta.

Mateo la miró por encima del hombro.

—Las cosas que valen la pena suelen hacer ambas cosas.

El sonido de un teléfono vibrando rompió el momento. Mateo miró la pantalla sobre la encimera. Su expresión cambió apenas, lo suficiente para que Valentina lo notara.

—¿Claudia? —preguntó ella.

—No directamente —respondió él—. Pero alguien que suele anunciar tormentas antes de que caiga la lluvia.

Giró el teléfono para que ella pudiera ver. Un mensaje nuevo, solo tres palabras.

“Buenos días, Valentina.”

El café se le quedó a medio camino entre la mesa y la boca.

—Eso… eso no debería ser posible —susurró—. Yo no le di este número a nadie.

Mateo tomó aire, lento.

—No lo hiciste —dijo—. Y eso confirma algo que temía.

La miró, serio pero contenido.

—El amanecer llegó —añadió—. Y con él, nuevas reglas.




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