El Match equivocado

Capítulo 31 — Me cuesta tanto olvidarte

CLAUDIA.

Una copa de vino volcaba su reflejo carmesí sobre la alfombra clara del departamento.
La botella, vacía, yacía a su lado como un cuerpo abandonado. Más atrás, sobre la mesa baja, un cenicero rebosaba de colillas aplastadas con furia desigual. El aire estaba viciado: humo, alcohol y música clásica sonando demasiado bajo, como si incluso el dolor tuviera miedo de hacerse oír.

Claudia estaba sentada en el suelo, la espalda apoyada contra el sofá. No lloraba con estruendo. Lloraba en silencio, con esa contención peligrosa que no libera nada, que solo acumula.

Las fotografías estaban esparcidas por toda la sala. Mateo y ella.

En una, él sonreía apenas, con esa media sonrisa que nunca regalaba del todo, la cabeza ligeramente inclinada, como si estuviera escuchando algo que solo él entendía. En otra, la sonrisa era amplia, abierta, tomada en una montaña rusa: el viento desordenándole el cabello, la risa escapándosele sin control. Claudia recordaba exactamente ese día. Recordaba haber pensado que jamás lo había visto tan libre… ni tan lejos.

Había una más, su favorita. Mateo concentrado, serio, mirando algo fuera de cuadro. No la cámara. No a ella. El mundo.

Claudia apretó la foto entre los dedos hasta doblarla.

—¿Cómo fue que te perdí? —susurró, la voz rota—. ¿O es cierto que jamás te tuve?

El silencio no respondió.

Claudia siempre recordaría el momento exacto en que lo vio por primera vez.

No porque fuera espectacular. No porque el mundo se detuviera como en esas películas románticas que tanto despreciaba. Lo recordaría porque, sin saberlo, ahí comenzó todo.

La conferencia estaba abarrotada. Trajes oscuros, copas de vino blanco, conversaciones medidas al milímetro. Claudia se movía en ese ambiente con naturalidad: postura impecable, sonrisa calculada, mirada atenta, pero nunca necesitada. Había aprendido a dominar esos espacios como se domina un tablero de ajedrez.

El panel hablaba de innovación, liderazgo joven, empresas familiares reinventándose. Claudia escuchaba a medias. Nada nuevo. Nada que no hubiera oído antes.

Hasta que él habló. Mateo Han no levantó la voz, no hizo chistes, ni siquiera intentó impresionar. Y, aun así, todos lo escucharon.

Claudia lo observó desde la tercera fila. Joven para ese cargo. Demasiado tranquilo para ese apellido. No hablaba como alguien que necesitara probar algo. Hablaba como alguien cansado de que otros decidieran por él.

Eso fue lo primero que le llamó la atención. Lo segundo fue la forma en que evitó mirar a su padre, sentado unas filas más adelante.

—Ahí hay una grieta —pensó.

Cuando terminó la conferencia, el salón se llenó de murmullos y movimiento. Claudia esperó. Siempre había sabido esperar. Se acercó a la mesa de café con la naturalidad de quien pertenece, de quien no necesita permiso.

—Interesante lo que dijiste sobre el control —comentó, cuando estuvo lo suficientemente cerca—. Que no siempre viene de mandar, sino de saber cuándo retirarse.

Mateo la miró. No con interés inmediato. No con hambre, solo con curiosidad educada.

—Es una conclusión que cuesta aceptar —respondió—. Sobre todo cuando creciste creyendo que retirarte era perder.

Claudia sonrió. Una sonrisa ensayada durante años frente al espejo: abierta, inteligente, peligrosa.

—Claudia —se presentó—. Consultoría estratégica.

—Mateo —dijo él—. Encantado.

Mentía. No estaba encantado, pero tampoco era indiferente. Y para Claudia, eso era suficiente.

Hablaron de trabajo, de viajes, de expectativas familiares. Claudia notó algo esencial esa noche: Mateo no buscaba compañía, buscaba tregua. Y ella supo ofrecérsela.

No se acercó demasiado, no lo tocó y no cruzó líneas. Fue paciente.

Se volvieron a ver en otra conferencia. Luego en una cena. Después, en una reunión que ninguno recordaba quién había propuesto. Claudia se convirtió en un espacio donde Mateo podía bajar la guardia sin sentirse juzgado.

Ella escuchaba, ella entendía… Ella nunca pedía nada a cambio. Al menos, no al principio.

La primera vez que durmieron juntos no fue apasionada. Fue silenciosa. Casi práctica. Dos cuerpos cansados buscando olvidar quiénes eran por unas horas.

Claudia lo interpretó como el inicio; Mateo, como un paréntesis. Ahí estuvo el error.

—No te enamores —le dijo él una noche, con una honestidad que dolía—. No soy bueno quedándome.

Claudia sonrió, apoyando la cabeza en su pecho.

—Tranquilo —respondió—. Yo no me enamoro. Yo invierto.

A Mateo le pareció una broma, a Claudia, una promesa.

El tiempo pasó. Claudia empezó a ocupar espacios que no le habían sido ofrecidos, pero que nadie le negó. Comidas privadas, eventos, viajes y opiniones. Lentamente se adueñaba de su agenda.

Mateo comenzó a sentirse observado y ella, indispensable. Cuando él se alejaba, Claudia apretaba. Cuando él dudaba, ella decidía.

No entendía por qué eso estaba mal. En su mente, amar era no soltar, cuidar era vigilar.
Perder era inaceptable.

La noche en que Mateo le habló de Valentina, de esa chica que lo hacía reír en la oficina, Claudia no gritó; ya ella olía el peligro, aunque subestimó a aquella mujer que ella veía tan carente de brillo y atractivo. Sin embargo, por la forma en que Mateo sonreía tan genuinamente al nombrarla, lograba que ella tuviera escalofríos en el alma; aun así, no hizo una escena.

Solo escuchó.

—Es solo alguien del trabajo —dijo él—. Nada serio.

Pero Claudia ya había aprendido a leer los silencios.

Esa noche, al llegar a casa, puso música; la letra de la canción decía una oración que se le grabó en el inconsciente:

Me cuesta tanto olvidarte.

Y por primera vez, la canción no hablaba de un amor que se fue… sino de uno que no pensaba dejar ir.

Entre frases del pasado y el dolor que queda, Claudia se miró al espejo. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula tensa, el orgullo intacto.




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