En el whisky ahogaba sus frecuentes penas y con su vista fija hacia el cielo, centrada en la señora luna y a veces, en las estrellas, reñía con ellas en su soledad, reprochándoles sus desdichas y su infierno amoroso.
—¿Qué he hecho para merecer semejante desilusión? —
Se preguntaba a sí mismo mirando a su estrellado cielo. Esperando una respuesta que aparentemente, no llegaría puesto que la luna no le respondería y debía ser conforme con su reflexión a través de la visión ante él.
No debía reprocharle nada a la vida, mucho menos a los astros, pero en su soledad, solo quería compañía, aparte de sus pensamientos maquiavélicos e insanos.
Añoraba cariño, caricias y amor, anhelaba su felicidad de vuelta, añoraba a su princesa de cabellos marrones que se había vuelto indispensable para él.
En la luna encontraba refugio —aparte de sus brazos, claro está—, encontraba consuelo y también silencios —que no le parecían incómodos—, y también respuestas a través del tiempo y el viento, podía sentir libertad y también recelo hacia todos ellos que podían, tenían y querían.
Así su afición por la luna y las estrellas empezó, en busca de consuelo e implorando nuevamente el amor.
Pedía a lo que hubiese allá arriba fuerzas para no hundirse en su miseria y también, para poder tenerla.
Los astros se convirtieron en sus mejores amigos, casi compadres, literalmente. Y la luna, se volvió su amada, su amante por las noches y su compañera de días
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Editado: 21.12.2018